La filosofía taoísta proviene de China donde, desde hace más de dos mil años, se tiene la conciencia de que la sexualidad es una parte integral del ser humano. De China nos han llegado cosas tan rompemadres como la pólvora, la imprenta y los portátiles piratas de tetris que me hicieron felices las esperas en tantas dependencias burocráticas cuando era un mono jurídico.
Para el Tao no existe el morbo, la represión o la culpa. El sexo no sólo es satisfactorio, sino muy saludable tanto física como psíquicamente y está relacionado con la belleza y la longevidad. La gente en la zona oriental del mundo, ha practicado el “arte sexual” durante milenios partiendo de los principios básicos del Tao, y dicen los que saben que por eso hay un chingo de chinos y de hindúes y los japoneses trabajan a lo bestia.
Los puntos más importantes en los que el Tao del sexo y del amor difieren de la sexualidad occidental son la regulación de la eyaculación, la satisfacción plena de la mujer y la diferencia entre orgasmo masculino y eyaculación. Estos aspectos han empezado a ser retomados en Occidente por los sexólogos, ya que han descubierto que proporcionan una mayor satisfacción en la relación de pareja. Y es que, no nos hagamos los pendejos, el mexicano “promedio”, considera al sexo como el acto de aprovechar el medio tiempo del chivas - américa para echar el brinquito semanal con la fodonga, o dar tres bombeos y asomarse por el cristal de atrás del carro a ver si viene la patrulla, o un largo etcétera.
El Tao y las teorías sexuales modernas confluyen en el hecho de que el objetivo en la relación sexual no debe ser ni el orgasmo ni la eyaculación. El Tao va incluso más allá, pues indica que el objetivo del sexo es la salud mental y física tanto del hombre como de la mujer. O sea que se puede tener un sexo fantástico sin terminar haciéndole un batidillo a su pareja de turno, muchachos, o sin el miedo de que al baboso de turno se le “olvide” salirse a tiempo, niñas ingenuas.
Para el Tao, la armonía existente entre el yin y el yang se aplica en el acto sexual, de manera que sin importar el cansancio, la energía o el tiempo que se tenga, se puede llevar a cabo una unión sexual satisfactoria que involucre un alto nivel de amor entre la pareja, por lo que el vínculo se verá fortalecido. El Tao invita a los amantes a disfrutar el uno del otro sin prisa, a jugar y, en definitiva, a lo que en Occidente llamamos retozar, y mucho más comunmente foreplay, cachondeo, faje, agasaje, y demás finísimos apelativos.
Las técnicas del Tao sexo muestran un conocimiento profundo del funcionamiento del cuerpo y de las emociones humanas de cada sexo. Su objetivo es cultivar el placer y lograr aumentarlo cualitativa y cuantitativamente mediante el erotismo. Pero éste no se basa sólo en caricias mutuas, sino en la manifestación de sentidos: tocar, oír, oler y saborear a la pareja. El Tao te proporciona muchas ideas para preparar el arte de retozar: Plantearlo como una ceremonia. Prepara todos los pasos con detalle y tómate tiempo para estar lista o listo internamente (date un baño, escucha música relajante, cuida tu cuerpo) Tienes que pensar en la relación sexual como en una parte importante de tu vida, y no como una actividad para saciar un deseo animal o matar los minutos que faltan para el Monday Night Football.
Decorar el ambiente donde se va a consumar el encuentro amoroso. Cada pareja debe construir su propio templo. Se puede hacer desde lo más cliché y cheesy del mundo, como realizar masajes con esencias aromáticas, esparcir flores por la cama, vestir ropa sensual, poner velas, música, colocar pequeños cuencos de comida con sabores que ayuden a despertar el apetito sexual (frutas pequeñas, miel, chocolate, té aromático, etc.), hasta lo más kinky y desviadote del mundo, como darse de madrazos, agarrarse a mordidas, pelearse “de mentiritas”, o decirse cochinadas. Lo que te prenda, vale.
Libera el cuerpo. Es necesario quererlo como es, animarse a mostrar las mejores cualidades del mismo sin trabas ni complejos, y halagando a la pareja. A tu pareja le vale pito si tienes celulitis, estrías, los antebrazos gorditos o las tetas un poco caídas, si se está acostando contigo es porque le gustas; de la misma manera, amigos míos, si ustedes tuvieron poca suerte en la repartición de “dotes”, les tengo buenas noticias: Ellas los prefieren petite, dicen que son mejores por la variedad de cosas y posturas que se facilitan y que con un miembro más grande resultan dolorosas.
Para el taoísmo es esencial mantener relaciones sexuales constantemente, para enriquecerse de forma mutua en todos los aspectos. Y por constantemente quiero decir diario, no a cada minuto, aunque estaría muy bien si se pudiera y no hubiera que ir a trabajar.
Es necesario, para un desmpeño óptimo y una satisfacción cada vez mayor de ambos, trabajar la respiración de forma suave. Es preciso hacerlo de manera adecuada y por la nariz, relajándose y olvidando todo lo que acontece fuera. Lo único que importa es el placer de disfrutar del momento. Yo les recomiendo muy encarecidamente realizar además algo de ejercicio cardiovascular para aumentar su capacidad pulmonar y su rendimiento cardiaco, lo que incrementa super efectivamente tanto la duración como la constancia y la potencia de su cuerpo a la hora cuchi cuchi, la hora chingüengüenchona.
Una vez finalizado el acto sexual, el Tao recomienda a la pareja no separarse, ya que es un instante de extremada sensibilidad. Es el momento de intercambiar las experiencias positivas. Mi opinión personal es que no hay que tomarse esto al pie de la letra, se me haría muy mamila realizar una evaluación profesional del acto tan sincero que acaba de llevarse a cabo y del que aún se conserva en el propio cuerpo el aroma y el sudor (entre otros fluídos), más bien díganse las cosas buenas que sienten uno por el otro, aprovechen la fragilidad emocional que el instante brinda y si se aman, díganselo, si nada más se quieren, díganselo, si de plano sólo son cogicuates, recuérdense lo bien que se caen, lo mucho que se gustan, lo agradecidos que están con ese alguien especial por poder brindarse a fondo y disfrutar juntos con alguien en quien confían de un acto tan bello, confortante y satisfactorio como una buena sesión de orgasmos simultáneos.
Salud. Y a practicar, pequeños padawan.
30 septiembre 2008
27 septiembre 2008
Autopista Dos
De tal modo que Santiago, de quien ya hemos dicho que no pugnaba por salir del molde, conducía a noventa kilómetros por hora y escuchaba una canción aleatoriamente elegida por el sistema de reproducción del ford entre las mil seiscientas veinticinco que le permitía su capacidad de almacenaje. A Santiago le gustaba saber –y lo pensó en ese momento- que mil seiscientas veinticinco canciones era la capacidad real de almacenaje de su equipo de reproducción y que por eso, cuando elegía la opción de selección aleatoria, cada vez que terminaba una pieza él tenía una probabilidad de uno sobre mil seiscientos veinticuatro de acertar a la siguiente, aunque nunca había acertado. Santiago era una de esas personas de las que hace un rato le comentaba que les van las cuentas, y también tenía un poco de mala suerte en lo que a nimiedades se refiere.
La ciudad a la distancia era simétrica y rectilínea y sus colores arbitrariamente mezclados la hacían parecer un collage de infantes. A Santiago le gustaba verla de noche, en las contadas ocasiones en que volvía de dejar a Sofía tras haber ido al cine o al café de artistas donde hablaban por horas de la relación que no tenían ni podían tener, porque le gustaba cómo las pequeñas esferas naranja de miles de luces encendidas asemejaban insectos abrevando de una colmena unidimensional. Quizá esta manía le quedaba de la infancia en casa de los abuelos, aquel patio lodoso de un pasado remoto en donde los primos mayores le habían llevado muchas veces a cazar luciérnagas en cajas de cerillos. Santiago no podía recordarlo y mucho menos saberlo con certeza, pero aquella había sido para él la única edad feliz. Sin embargo ahora no era de noche, sino apenas de una tarde agonizante y el trayecto, aunque se le antojaba en ese momento eterno, no le daría más de diez minutos, muchos menos de los necesarios para que anocheciera.
Sofía, mientras tanto, lloraba con la cara contra la tela de la almohada, sin pensar que las manchas del rímel eran difíciles de quitar y pensaba, no sin un rencor tan malsano como el interés de usted por seguirse enterando de todo, que Santiago lloraba también tras el volante del ford y que las lágrimas no lo dejarían conducir sano y salvo hasta casa, sino que quizá le harían volcarse y morir en un revoltijo de hierros y sangre, pensando en ella. O, mejor aún, que en ese mismo momento Santiago manejaba de regreso a ella, al beso que había rechazado por imbécil pero que deseaba tanto como bien lo sabía, a fin de cuentas no era el primero que le daba y Dios era testigo de la arritmia inoportuna que aquellos besos solían provocarle y de lo suave y lo tierno que le aprisionaba los labios y la miraba a los ojos un segundo antes de separarse de ella. Sofía era, además de predecible, muy ingenua.
A Santiago, por supuesto, no le molestaba que Sofía fuera ingenua. Más allá, ese rasgo de Sofía había sido factor importante para que Santiago le dedicara dos años de su existencia a la insidiosa tarea de descifrarla con una precisión y una minuciosidad de relojero y luego a ponerle pequeñas y estratégicas trampas en las contadas noches en que ella le concedía citas breves y rigurosamente calendarizadas, hasta que un día se despertó con la certeza de que ya Sofía estaba perdida en el terreno pantanoso del amor adolescente.
Ella, cosa lógica, jamás se dio cuenta de que el muchacho con el que se divertía jugando al peligroso arte de seducir sin ceder ni un ápice de la intimidad que ya deseaba, también se estaba divirtiendo. Al contrario, el mayor de los placeres de aquella desviación riesgosa lo encontraba en los arranques de rabia que de pronto él le hacía públicos y en los que siempre e irrevocablemente terminaba mandándola al demonio sólo para llamarla al día siguiente y pedirle sin resquemores la siguiente cita, la nueva oportunidad
Los padres de Sofía, y particularmente el Doctor Guerrero, veían con buenos ojos al muchacho serio y casi demasiado formal que llegaba a su casa los viernes por la tarde, caminaba los doce pasos del jardincito a la puerta principal y tocaba tres veces con los nudillos en la madera. Santiago sabía que el interruptor del timbre estaba justo al lado, pero la sensación de los huesos chocando contra la sólida puerta ornamentada le regresaba la sensibilidad de las manos entumecidas por los nervios. Y es que Sofía lo aterrorizaba desde el día que la conoció, y ese temor reverencial tardó casi un año en desaparecer completamente, mucho más de lo que había tardado en conseguir de ella un beso y alguna que otra caricia más profunda. Lo aterrorizaba por la frialdad con la que sabía verlo a los ojos con sus pupilas casi violetas y con la que sabía decir las palabras más afiladas y glaciales con un tono tan neutro de la voz que Santiago no sabía si llorar o correr.
La ciudad a la distancia era simétrica y rectilínea y sus colores arbitrariamente mezclados la hacían parecer un collage de infantes. A Santiago le gustaba verla de noche, en las contadas ocasiones en que volvía de dejar a Sofía tras haber ido al cine o al café de artistas donde hablaban por horas de la relación que no tenían ni podían tener, porque le gustaba cómo las pequeñas esferas naranja de miles de luces encendidas asemejaban insectos abrevando de una colmena unidimensional. Quizá esta manía le quedaba de la infancia en casa de los abuelos, aquel patio lodoso de un pasado remoto en donde los primos mayores le habían llevado muchas veces a cazar luciérnagas en cajas de cerillos. Santiago no podía recordarlo y mucho menos saberlo con certeza, pero aquella había sido para él la única edad feliz. Sin embargo ahora no era de noche, sino apenas de una tarde agonizante y el trayecto, aunque se le antojaba en ese momento eterno, no le daría más de diez minutos, muchos menos de los necesarios para que anocheciera.
Sofía, mientras tanto, lloraba con la cara contra la tela de la almohada, sin pensar que las manchas del rímel eran difíciles de quitar y pensaba, no sin un rencor tan malsano como el interés de usted por seguirse enterando de todo, que Santiago lloraba también tras el volante del ford y que las lágrimas no lo dejarían conducir sano y salvo hasta casa, sino que quizá le harían volcarse y morir en un revoltijo de hierros y sangre, pensando en ella. O, mejor aún, que en ese mismo momento Santiago manejaba de regreso a ella, al beso que había rechazado por imbécil pero que deseaba tanto como bien lo sabía, a fin de cuentas no era el primero que le daba y Dios era testigo de la arritmia inoportuna que aquellos besos solían provocarle y de lo suave y lo tierno que le aprisionaba los labios y la miraba a los ojos un segundo antes de separarse de ella. Sofía era, además de predecible, muy ingenua.
A Santiago, por supuesto, no le molestaba que Sofía fuera ingenua. Más allá, ese rasgo de Sofía había sido factor importante para que Santiago le dedicara dos años de su existencia a la insidiosa tarea de descifrarla con una precisión y una minuciosidad de relojero y luego a ponerle pequeñas y estratégicas trampas en las contadas noches en que ella le concedía citas breves y rigurosamente calendarizadas, hasta que un día se despertó con la certeza de que ya Sofía estaba perdida en el terreno pantanoso del amor adolescente.
Ella, cosa lógica, jamás se dio cuenta de que el muchacho con el que se divertía jugando al peligroso arte de seducir sin ceder ni un ápice de la intimidad que ya deseaba, también se estaba divirtiendo. Al contrario, el mayor de los placeres de aquella desviación riesgosa lo encontraba en los arranques de rabia que de pronto él le hacía públicos y en los que siempre e irrevocablemente terminaba mandándola al demonio sólo para llamarla al día siguiente y pedirle sin resquemores la siguiente cita, la nueva oportunidad
Los padres de Sofía, y particularmente el Doctor Guerrero, veían con buenos ojos al muchacho serio y casi demasiado formal que llegaba a su casa los viernes por la tarde, caminaba los doce pasos del jardincito a la puerta principal y tocaba tres veces con los nudillos en la madera. Santiago sabía que el interruptor del timbre estaba justo al lado, pero la sensación de los huesos chocando contra la sólida puerta ornamentada le regresaba la sensibilidad de las manos entumecidas por los nervios. Y es que Sofía lo aterrorizaba desde el día que la conoció, y ese temor reverencial tardó casi un año en desaparecer completamente, mucho más de lo que había tardado en conseguir de ella un beso y alguna que otra caricia más profunda. Lo aterrorizaba por la frialdad con la que sabía verlo a los ojos con sus pupilas casi violetas y con la que sabía decir las palabras más afiladas y glaciales con un tono tan neutro de la voz que Santiago no sabía si llorar o correr.
26 septiembre 2008
Hablemos de sexo.
Yo crecí -es un decir- en la creencia de que había esencialmente dos formas de vivir la sexualidad: La primera, el sexo rutinario y eventualmente aburrido con tu pareja de siempre; la segunda, el sexo siempre nuevo, riesgoso, emocionante y eventualmente aburrido con un montón de parejas distintas.
Yo crecí -es un decir- equivocado y víctima de la mala suerte de estar rodeado de vecinos un par de años mayores que yo y con acceso demasiado fácil al porno y al machismo existencial. Cuando tus dos mejores fuentes de información cosifican a la mujer, uno está prácticamente condenado a una vida de malas relaciones íntimas.
Yo crecí -y, de nuevo, es un decir- con dos hermanas, una madre y un padre maravillosos, pero totalmente despreocupados de mi educación sexual. Mi madre intentó hablarme de sexo a los 19 años, cuando yo ya... Yo ya. Además intentó hablarme de la forma más moralista, rígida y atemorizante que uno puede utilizar para hablarle a alguien y de la que sólo recuerdo las palabras Embarazo, Sida, Homosexual y Cuidadito. Con esos truenos, las ganas de intercambiar ideas que pude haber tenido se disiparon para siempre y decidí seguir haciéndome el ingenuo.
Durante la adolescencia, mi hermana mayor pensó que era una buena idea catequizarme sin dirigirme la palabra directamente, y me dio a comer ese ladrillo de moralina llamado Juventud en éxtasis (¡todos lo leyeron, no se hagan pendejos!) del opusdeísta Carlos Cuauhtémoc Sánchez, una obra pensada estrictamente para defender la más antigüa postura católica respecto al sexo fuera del matrimonio (y que podría resumirse a una palabra: NO) en el contexto de la vida de un joven desenfrenado y vividote que se contagia de una de esas cosas que hacen que se te caiga el pito y luego encuentra un gurú puritano y el amor verdadero y de manita sudada.
Habiendo llegado a este punto sin más información que un altero de películas cochinas y revistas igualmente puercas que la vida me puso en las manos siendo un mocoso sin criterio, el tocar el otro extremo, la castidad como meta deseable, me pareció un tanto vomitivo. Sin embargo, sirvió para darme la idea providencial de buscar el punto medio entre una cosa y la otra. Es decir, yo no creía en eso de llevarle una pizza a la vecina y terminar follándomela sobre la mesa del comedor tras un par de frases, pero tampoco me cabía en la cabeza que algo tan apetecible como el sexo tuviera consecuencias tan funestas como la pérdida de apéndices necesarios para la micción.
Y fue por este camino por el que llegué al lejano Oriente.
Resulta que la buena gente de China y la India tiene una doctrina milenaria respecto del sexo. A mí me llegó, como me han llegado muchas cosas en la vida, en forma de un libro pequeño cortesía de mi suscripción a la gallega revista de divulgación científica llamada Año Cero. El mini libro se llamaba Tao del sexo, era rojo y mínimo y en su interior había página tras página de una forma maravillosa de entender la sexualidad y la relación entre hombre y mujer en el momento de comunicación más profunda posible, que es obviamente desnudos y sudorosos. Era tanto un libro como un manual, pues además de la teoría de la serpiente Kundalini, el dogma de los chakras, las técnicas reiki y otras tantas filosofadas de aquellos lares, había técnicas de respiración, contracción muscular, enfoque mental y otras muchas pequeñas maravillas destinadas a convertirlo a uno en un amante prodigioso.
Curiosamente, en la doctrina oriental, el placer de uno se basa en el placer del otro, y siempre y sobre todo en el flujo de la energía de uno de los cuerpos al del contrincante amatorio en cuestión. Pór tanto, aunque el sexo casual está "autorizado" e incluso "recomendado", se le prodiga al sexo con amor un trato especial de manjar deseable e insustituible a cuya luz puede alcanzarse el verdadero umbral de la iluminación. Se antoja, ¿no?
Lamentablemente, a muy pocos, y sobre todo a los que desfilamos del lado masculino del género humano, les importa evolucionar sexualmente. Según la encuesta durex, los mexicanos ocupamos el segundo lugar en satisfacción sexual con un honroso 63%. No sé si ya lo hayan ustedes notado, pero los mexicanos somos bien mentirosos. O si no, yo conozco a pura gente que pertenece al otro 37%. Y es que cada vez que me meto por ls difíciles terrenos de platicar de sexualidad con grupos de amigos, surge la insatisfacción, sobre todo del lado de ellas, contra "el rapidito", "el soso", "el puerco", entre muchos otros temas.
Según mis entendederas, una buena sesión de sexo puede durar alrededor de una hora. Sin embargo, la media nacional es de 22 minutos. Obviamente esos 22 minutos no incluyen el juego previo, el cual puede ser de un segundo o de dos horas, pero según me dicen las féminas que han tenido los cojones de sacarlo de su ronco pecho, no son muchos los varones preocupados por darles esa mínima ventaja a ellas y acercarlas así un poco a la meta deseable. 22 minutos de coito, es tanto como decir 2 minutos menos que un episodio de los Simpson. El tiempo necesario para hacer unos espaguetis, planchar una camisa o leer las páginas centrales del periódico. No sé a ustedes, pero a mí me parece no sólo minúsculo, sino hasta ridículo.
Se me ocurre una idea. A partir de esta publicación iré sacando notas esporádicas del libro del que les hablo más arriba. Juventud en éxtasis.
Por supuesto que es broma, las notas serán extractos del Tao del sexo, y espero que les sirvan. Los artículos serán comentados con chispeantes anécdotas cortesía de su servidor y gente cercana. Todos los nombres serán cambiados para evitar la carrilla. Señoras y señores, salud.
Yo crecí -es un decir- equivocado y víctima de la mala suerte de estar rodeado de vecinos un par de años mayores que yo y con acceso demasiado fácil al porno y al machismo existencial. Cuando tus dos mejores fuentes de información cosifican a la mujer, uno está prácticamente condenado a una vida de malas relaciones íntimas.
Yo crecí -y, de nuevo, es un decir- con dos hermanas, una madre y un padre maravillosos, pero totalmente despreocupados de mi educación sexual. Mi madre intentó hablarme de sexo a los 19 años, cuando yo ya... Yo ya. Además intentó hablarme de la forma más moralista, rígida y atemorizante que uno puede utilizar para hablarle a alguien y de la que sólo recuerdo las palabras Embarazo, Sida, Homosexual y Cuidadito. Con esos truenos, las ganas de intercambiar ideas que pude haber tenido se disiparon para siempre y decidí seguir haciéndome el ingenuo.
Durante la adolescencia, mi hermana mayor pensó que era una buena idea catequizarme sin dirigirme la palabra directamente, y me dio a comer ese ladrillo de moralina llamado Juventud en éxtasis (¡todos lo leyeron, no se hagan pendejos!) del opusdeísta Carlos Cuauhtémoc Sánchez, una obra pensada estrictamente para defender la más antigüa postura católica respecto al sexo fuera del matrimonio (y que podría resumirse a una palabra: NO) en el contexto de la vida de un joven desenfrenado y vividote que se contagia de una de esas cosas que hacen que se te caiga el pito y luego encuentra un gurú puritano y el amor verdadero y de manita sudada.
Habiendo llegado a este punto sin más información que un altero de películas cochinas y revistas igualmente puercas que la vida me puso en las manos siendo un mocoso sin criterio, el tocar el otro extremo, la castidad como meta deseable, me pareció un tanto vomitivo. Sin embargo, sirvió para darme la idea providencial de buscar el punto medio entre una cosa y la otra. Es decir, yo no creía en eso de llevarle una pizza a la vecina y terminar follándomela sobre la mesa del comedor tras un par de frases, pero tampoco me cabía en la cabeza que algo tan apetecible como el sexo tuviera consecuencias tan funestas como la pérdida de apéndices necesarios para la micción.
Y fue por este camino por el que llegué al lejano Oriente.
Resulta que la buena gente de China y la India tiene una doctrina milenaria respecto del sexo. A mí me llegó, como me han llegado muchas cosas en la vida, en forma de un libro pequeño cortesía de mi suscripción a la gallega revista de divulgación científica llamada Año Cero. El mini libro se llamaba Tao del sexo, era rojo y mínimo y en su interior había página tras página de una forma maravillosa de entender la sexualidad y la relación entre hombre y mujer en el momento de comunicación más profunda posible, que es obviamente desnudos y sudorosos. Era tanto un libro como un manual, pues además de la teoría de la serpiente Kundalini, el dogma de los chakras, las técnicas reiki y otras tantas filosofadas de aquellos lares, había técnicas de respiración, contracción muscular, enfoque mental y otras muchas pequeñas maravillas destinadas a convertirlo a uno en un amante prodigioso.
Curiosamente, en la doctrina oriental, el placer de uno se basa en el placer del otro, y siempre y sobre todo en el flujo de la energía de uno de los cuerpos al del contrincante amatorio en cuestión. Pór tanto, aunque el sexo casual está "autorizado" e incluso "recomendado", se le prodiga al sexo con amor un trato especial de manjar deseable e insustituible a cuya luz puede alcanzarse el verdadero umbral de la iluminación. Se antoja, ¿no?
Lamentablemente, a muy pocos, y sobre todo a los que desfilamos del lado masculino del género humano, les importa evolucionar sexualmente. Según la encuesta durex, los mexicanos ocupamos el segundo lugar en satisfacción sexual con un honroso 63%. No sé si ya lo hayan ustedes notado, pero los mexicanos somos bien mentirosos. O si no, yo conozco a pura gente que pertenece al otro 37%. Y es que cada vez que me meto por ls difíciles terrenos de platicar de sexualidad con grupos de amigos, surge la insatisfacción, sobre todo del lado de ellas, contra "el rapidito", "el soso", "el puerco", entre muchos otros temas.
Según mis entendederas, una buena sesión de sexo puede durar alrededor de una hora. Sin embargo, la media nacional es de 22 minutos. Obviamente esos 22 minutos no incluyen el juego previo, el cual puede ser de un segundo o de dos horas, pero según me dicen las féminas que han tenido los cojones de sacarlo de su ronco pecho, no son muchos los varones preocupados por darles esa mínima ventaja a ellas y acercarlas así un poco a la meta deseable. 22 minutos de coito, es tanto como decir 2 minutos menos que un episodio de los Simpson. El tiempo necesario para hacer unos espaguetis, planchar una camisa o leer las páginas centrales del periódico. No sé a ustedes, pero a mí me parece no sólo minúsculo, sino hasta ridículo.
Se me ocurre una idea. A partir de esta publicación iré sacando notas esporádicas del libro del que les hablo más arriba. Juventud en éxtasis.
Por supuesto que es broma, las notas serán extractos del Tao del sexo, y espero que les sirvan. Los artículos serán comentados con chispeantes anécdotas cortesía de su servidor y gente cercana. Todos los nombres serán cambiados para evitar la carrilla. Señoras y señores, salud.
25 septiembre 2008
Autopista
Si tuviera que llamarlo de alguna manera, lo llamaría Santiago, sin más motivos que el ser ése el primer nombre que se me viene a la memoria y que encuentro difícil uno que tenga menos qué ver con él o con cualquiera cercano a sus malos días. Santiago por decirle de algún modo, y sólo por evitarme el vicio de referirme a él diciendo sencillamente “aquél hombre” o “el tipo del que les hablo”. Por simple economía será de ahora en adelante Santiago y así cada vez que usted lea este nombre sabrá que hablo sin duda del mismo sujeto y no tendrá qué preguntarse más nada que quizá las motivaciones de Santiago para hacer esto o aquello de lo que yo le cuento y que aunque usted no tiene por qué saber, ha demostrado hasta ahora un interés casi malsano por enterarse.
Le decía. Esa tarde Santiago manejaba de regreso a casa por el muy largo y muy soso periférico oriente de la ciudad en la que vivía desde los ocho años. Tenía a la sazón veintisiete, por si a usted le van las cuentas, y el coche que manejaba era suyo y era un ford del noventa y nueve, por si a usted le van la mecánica y el clasismo. La luz del día estaba a punto de dar la última campanada en el horizonte del retrovisor derecho y en los ojos de Santiago se leía un cansancio del alma de esos a los que los atardeceres no hacen sino agravar y si se miraba con atención se veía también el reflejo del tablero y los marcadores en verde que avisaban que el tanque tenía poco menos de la mitad de combustible, la temperatura del motor estaba aceptablemente baja y el cinturón de seguridad iba cautamente colocado sobre su pecho.
Iba pensando, sin profundizar mucho, en el sinfín de casualidades que mientras conducía iban sucediendo a su paso. Cerca de doscientos metros adelante se veían las luces intermitentes de una vieja camioneta que había perdido un neumático. Al pasar junto a ella y ver al conductor –un hombre de unos cuarenta, entrado en kilos y con un grueso bigote negro- caminando hacia el neumático que yacía al lado del asfalto, no pudo evitar pensar que si Sofía no hubiera decidido darle el segundo beso después del primero que él le había rechazado y casi escupido en la cara y él no hubiera tenido más remedio que permanecer inerte mientras los labios muy pequeños de ella apresaban con violencia los suyos, tal vez estaría en ese mismo instante sangrando con el volante ensartado en el costillar, la frente inserta en el cristal del parabrisas y el último pensamiento fijo en el segundo de más o de menos que bien pudo haber usado para no ir a matarse en ese tramo que tan mal le caía. Pero Sofía se había afanado en darle ese beso que él no quiso recibir y luego en darle el segundo que él no quiso corresponder, y cuando Sofía por fin tuvo los tres dedos de frente de cambiarle el beso por una bien sonada bofetada en la mejilla izquierda, Santiago no pudo hacer nada distinto de sonreírle con amargura, abrir la portezuela, subir al coche y arrancar.
Como ya se habrá dado usted cuenta, en el epitafio de Santiago podrían decirse muchas cosas, pero de ningún modo se diría “aquí yace un hombre original” con justicia. No es que los epitafios sean precisamente un honor a la verdad, pero usted me entiende. Tampoco es que de Sofía podamos decir mucho, si al final no son pocas las mujeres que heridas en el amor propio sueltan así nada más la bofetada, confiadas en el viejo principio de que hombre que es hombre no va a regresarle la cortesía, ni tampoco había sido nada nuevo el recurso que había intentado esa tarde en la terracita de la casa de playa de los padres, de quitarse el batín de baño y quedarse sólo con el traje de dos piezas diminutas que apenas y le malcubría los pezones erguidos y el monte de venus cuyo admirable depilado hacía imposible distinguir dos tonos de piel como es usual. No. Sofía tampoco era la más creativa de las mujeres y lo había terminado de demostrar cuando tras derramar las primeras dos lágrimas compungió el gesto en un puchero y se metió corriendo a su casa.
Le decía. Esa tarde Santiago manejaba de regreso a casa por el muy largo y muy soso periférico oriente de la ciudad en la que vivía desde los ocho años. Tenía a la sazón veintisiete, por si a usted le van las cuentas, y el coche que manejaba era suyo y era un ford del noventa y nueve, por si a usted le van la mecánica y el clasismo. La luz del día estaba a punto de dar la última campanada en el horizonte del retrovisor derecho y en los ojos de Santiago se leía un cansancio del alma de esos a los que los atardeceres no hacen sino agravar y si se miraba con atención se veía también el reflejo del tablero y los marcadores en verde que avisaban que el tanque tenía poco menos de la mitad de combustible, la temperatura del motor estaba aceptablemente baja y el cinturón de seguridad iba cautamente colocado sobre su pecho.
Iba pensando, sin profundizar mucho, en el sinfín de casualidades que mientras conducía iban sucediendo a su paso. Cerca de doscientos metros adelante se veían las luces intermitentes de una vieja camioneta que había perdido un neumático. Al pasar junto a ella y ver al conductor –un hombre de unos cuarenta, entrado en kilos y con un grueso bigote negro- caminando hacia el neumático que yacía al lado del asfalto, no pudo evitar pensar que si Sofía no hubiera decidido darle el segundo beso después del primero que él le había rechazado y casi escupido en la cara y él no hubiera tenido más remedio que permanecer inerte mientras los labios muy pequeños de ella apresaban con violencia los suyos, tal vez estaría en ese mismo instante sangrando con el volante ensartado en el costillar, la frente inserta en el cristal del parabrisas y el último pensamiento fijo en el segundo de más o de menos que bien pudo haber usado para no ir a matarse en ese tramo que tan mal le caía. Pero Sofía se había afanado en darle ese beso que él no quiso recibir y luego en darle el segundo que él no quiso corresponder, y cuando Sofía por fin tuvo los tres dedos de frente de cambiarle el beso por una bien sonada bofetada en la mejilla izquierda, Santiago no pudo hacer nada distinto de sonreírle con amargura, abrir la portezuela, subir al coche y arrancar.
Como ya se habrá dado usted cuenta, en el epitafio de Santiago podrían decirse muchas cosas, pero de ningún modo se diría “aquí yace un hombre original” con justicia. No es que los epitafios sean precisamente un honor a la verdad, pero usted me entiende. Tampoco es que de Sofía podamos decir mucho, si al final no son pocas las mujeres que heridas en el amor propio sueltan así nada más la bofetada, confiadas en el viejo principio de que hombre que es hombre no va a regresarle la cortesía, ni tampoco había sido nada nuevo el recurso que había intentado esa tarde en la terracita de la casa de playa de los padres, de quitarse el batín de baño y quedarse sólo con el traje de dos piezas diminutas que apenas y le malcubría los pezones erguidos y el monte de venus cuyo admirable depilado hacía imposible distinguir dos tonos de piel como es usual. No. Sofía tampoco era la más creativa de las mujeres y lo había terminado de demostrar cuando tras derramar las primeras dos lágrimas compungió el gesto en un puchero y se metió corriendo a su casa.
23 septiembre 2008
de promesas rotas, tratos deshechos y siempre no's
Es triste cuando uno se involucra en un proyecto emocionado por todo lo que este encierra y promete y luego resulta que ese proyecto no es tan distinto, innovador y sólido como uno pensaba y de repente uno se despierta en la perspectiva de dejar el barco que se hunde, como las siempre listas ratas, o hundirse junto con él, como los siempre éticos y muertos capitanes.
En lo personal, me he dejado ahogar en un par de proyectos -uno político y otro empresarial- y en ninguno de los dos casos me ha resultado satisfactorio ni he experimentado jamás el placer de haber cumplido con mi deber yéndome al vacío junto a mi equipo de trabajo. Me parece mucho muy injusto ser el oráculo delfiano que les avisa a tiempo y con todos los argumentos del mundo que su proyecto se está yendo a pique por el conjunto de decisiones estúpidas y totalmente predecibles que se toman y ser ignorado como si uno fuera nuevo en estos lances o de plano fuera un lego cuya opinión se basara en la intuición y no en la experiencia. Y, vamos, no es que sea yo un viejo sabio de los montes Klama Hama, pero sí de algo me enorgullezco es de no hablar a lo baboso sobre temas que ignoro, sino de opinar y entrarle al futurismo únicamente de los tópicos que domino al dedillo y que, aunque son pocos, sé que conozco de pé a pá.
Comentaba hace un par de días con mi amado monstruo, que tengo un par de ofertas de trabajo, una local y una foránea, ambas atractivas -una más que la otra, por razones difíciles- y que me siento un poco reacio a tomar alguna de las dos por el entusiasmo con el que empecé el proyecto en el que estoy actualmente metido. No es sólo el bar, sino todo lo que significa su existencia, el equipo de trabajo, la mística, caray, el sinfín de cosas. Hay programadas dos expansiones para principios del próximo año y estoy involucrado en las dos, hay por ahí una oferta para volverme accionista, hay razones de sobra para quedarme, pero también están surgiendo, desde hace casi una semana, abundantes razones para dar la media vuelta y cambiar de aires.
Y la verdad es que no sé qué hacer. Siento que mi ciclo aún no se cierra aquí, siento como si esperara algo antes de tomar mi decisión antes de que sea la decisión la que me tome a mí y no sé qué es eso que espero ni cuánto tiempo voy a esperarlo antes de desesperarlo.
Independientemente de lo que ya dije -es decir, cambiando bruscamente de tema- Quiero decir al público en general, pero muy en particular a dos personas, que ellas mejor que nadie saben quiénes son, que cuando uno hace un trato y lo firma con lágrimas y sangre, es un trato que se respetará hasta la muerte o hasta que haya pacto en contrario. Una de ustedes lo vulneró y yo, a pesar de ser un desgraciado reformado que recuerda muy bien la mecánica de la venganza, no puedo ni quiero hacer nada distinto de reírme de ti. La vida se está encargando de ponerte en tu lugar.
Bueno, gente, a este servidor le quedan 72 horas para tomar una decisión prácticamente definitiva sobre el futuro. ¿Panditas de goma o chispas de chocolate?
En lo personal, me he dejado ahogar en un par de proyectos -uno político y otro empresarial- y en ninguno de los dos casos me ha resultado satisfactorio ni he experimentado jamás el placer de haber cumplido con mi deber yéndome al vacío junto a mi equipo de trabajo. Me parece mucho muy injusto ser el oráculo delfiano que les avisa a tiempo y con todos los argumentos del mundo que su proyecto se está yendo a pique por el conjunto de decisiones estúpidas y totalmente predecibles que se toman y ser ignorado como si uno fuera nuevo en estos lances o de plano fuera un lego cuya opinión se basara en la intuición y no en la experiencia. Y, vamos, no es que sea yo un viejo sabio de los montes Klama Hama, pero sí de algo me enorgullezco es de no hablar a lo baboso sobre temas que ignoro, sino de opinar y entrarle al futurismo únicamente de los tópicos que domino al dedillo y que, aunque son pocos, sé que conozco de pé a pá.
Comentaba hace un par de días con mi amado monstruo, que tengo un par de ofertas de trabajo, una local y una foránea, ambas atractivas -una más que la otra, por razones difíciles- y que me siento un poco reacio a tomar alguna de las dos por el entusiasmo con el que empecé el proyecto en el que estoy actualmente metido. No es sólo el bar, sino todo lo que significa su existencia, el equipo de trabajo, la mística, caray, el sinfín de cosas. Hay programadas dos expansiones para principios del próximo año y estoy involucrado en las dos, hay por ahí una oferta para volverme accionista, hay razones de sobra para quedarme, pero también están surgiendo, desde hace casi una semana, abundantes razones para dar la media vuelta y cambiar de aires.
Y la verdad es que no sé qué hacer. Siento que mi ciclo aún no se cierra aquí, siento como si esperara algo antes de tomar mi decisión antes de que sea la decisión la que me tome a mí y no sé qué es eso que espero ni cuánto tiempo voy a esperarlo antes de desesperarlo.
Independientemente de lo que ya dije -es decir, cambiando bruscamente de tema- Quiero decir al público en general, pero muy en particular a dos personas, que ellas mejor que nadie saben quiénes son, que cuando uno hace un trato y lo firma con lágrimas y sangre, es un trato que se respetará hasta la muerte o hasta que haya pacto en contrario. Una de ustedes lo vulneró y yo, a pesar de ser un desgraciado reformado que recuerda muy bien la mecánica de la venganza, no puedo ni quiero hacer nada distinto de reírme de ti. La vida se está encargando de ponerte en tu lugar.
Bueno, gente, a este servidor le quedan 72 horas para tomar una decisión prácticamente definitiva sobre el futuro. ¿Panditas de goma o chispas de chocolate?
17 septiembre 2008
Dramatis personae.
Cuando llegué a vivir a Guadalajara me pasaba la vida con los audífonos puestos y el reproductor continuamente tocando la música que los fines de semana adquiría a precio de ganga en el mercado de san juan de dios. Eran soluciones pragmáticas, pues los discos que compraba eran compilaciones en formato mp3 que incluían la discografía completa del artista o grupo que se me diera la gana y además de ahorrarme el trabajo de decidir entre un LP o el otro, me proporcionaba horas y horas de música interminable y siempre variopinta.
Recuerdo especialmente los primeros peregrinajes a la facultad, cuando aún no conocía de rutas de autobús ni tiempos de recorrido y me levantaba a las cinco de la mañana para no fallarle al horario, tomaba un 622 hasta el estadio Jalisco y escuchaba a los Red Hot Chilli Peppers durante todo el trayecto. Muy pronto empecé a medir los traslados en función de la canción que sonaba en mi cabeza. De la agencia Peugeot hasta el Jalisco era igual a decir de Aeroplane a Dani California. Del estadio Jalisco a la facultad era igual a decir de Give it away a Otherside. Los días que prefería escuchar Café Tacvba, medía los trayectos desde La negrita hasta El metro y luego desde Esa noche hasta Mediodía.
Me gustaba escuchar a Pastilla mientras comía en la cafetería por ahí de las once de la mañana y a Guitar Vader mientras esperaba la reta en las tercias de futbol del edificio Ñ. Ponía sin variaciones al Tri mientras llegaban mis instructores de laboratorio y a Jumbo -que por entonces era simplemente genial- cuando tenía caminatas largas frente a mis tenis.
Por aquellos días me gustaba una mujer cuya plática era absorbente y sus ojos vivos como carbones. Lamentablemente no podía gustarme y a mí me gustaba refugiarme en la música que sólo sonaba para mí para esquivar la conversación necesariamente incómoda con la susodicha. Recuerdo con claridad un par de ocasiones en las que me "regañó" por aislarme de los demás y perderme en los vericuetos de un Tom Morello virtuoso o un efusivo John Paul Jones y yo sólo sonreí para hacerle una seña de "no te escucho" con la mano derecha y la vi sonreír y me di cuenta cabal de cuánto me gustaba y cuánto no debía gustarme.
En el trayecto de regreso a casa generalmente tocaba algo más ambiental. A veces algo de música celta o piezas sueltas de jazz de Louis Armstrong, a veces Manu Chao o lo más viejito de Chabela Vargas.
Pero había malos días en que olvidaba mi reproductor y debía vérmelas con el mundo refugiado por lo general en el libro de turno y más ocasionalmente con la pantalla siempre móvil de las ventanas del ruletero. Justamente era uno de esos días aquél en el que llegué a la parada del 258 y mientras pensaba en la estructura molecular de un polímero inestable cuyos enlaces polivalentes equivalieran a un aumento del 25% en la elasticidad total, atisbé sobre mis hombros en busca de un lugar dónde sentarme y me topé de frente con la sonrisa de la niña de la plática peligrosa.
Tomaba el mismo autobús y vivía más lejos que yo. Nunca me la había encontrado hasta ese día, precisamente el día que no llevaba mi burbuja individual de acordes y retumbos para guarecerme. Y habló y habló y habló durante media hora y mientras ella parloteaba yo sólo me maldecía interiormente por haber salido aprisa de mi casa y haber dejado sobre la cama mi dotación de rocanrol.
Me bajé seis cuadras antes de mi casa. Nunca volví a olvidar mi reproductor.
Recuerdo especialmente los primeros peregrinajes a la facultad, cuando aún no conocía de rutas de autobús ni tiempos de recorrido y me levantaba a las cinco de la mañana para no fallarle al horario, tomaba un 622 hasta el estadio Jalisco y escuchaba a los Red Hot Chilli Peppers durante todo el trayecto. Muy pronto empecé a medir los traslados en función de la canción que sonaba en mi cabeza. De la agencia Peugeot hasta el Jalisco era igual a decir de Aeroplane a Dani California. Del estadio Jalisco a la facultad era igual a decir de Give it away a Otherside. Los días que prefería escuchar Café Tacvba, medía los trayectos desde La negrita hasta El metro y luego desde Esa noche hasta Mediodía.
Me gustaba escuchar a Pastilla mientras comía en la cafetería por ahí de las once de la mañana y a Guitar Vader mientras esperaba la reta en las tercias de futbol del edificio Ñ. Ponía sin variaciones al Tri mientras llegaban mis instructores de laboratorio y a Jumbo -que por entonces era simplemente genial- cuando tenía caminatas largas frente a mis tenis.
Por aquellos días me gustaba una mujer cuya plática era absorbente y sus ojos vivos como carbones. Lamentablemente no podía gustarme y a mí me gustaba refugiarme en la música que sólo sonaba para mí para esquivar la conversación necesariamente incómoda con la susodicha. Recuerdo con claridad un par de ocasiones en las que me "regañó" por aislarme de los demás y perderme en los vericuetos de un Tom Morello virtuoso o un efusivo John Paul Jones y yo sólo sonreí para hacerle una seña de "no te escucho" con la mano derecha y la vi sonreír y me di cuenta cabal de cuánto me gustaba y cuánto no debía gustarme.
En el trayecto de regreso a casa generalmente tocaba algo más ambiental. A veces algo de música celta o piezas sueltas de jazz de Louis Armstrong, a veces Manu Chao o lo más viejito de Chabela Vargas.
Pero había malos días en que olvidaba mi reproductor y debía vérmelas con el mundo refugiado por lo general en el libro de turno y más ocasionalmente con la pantalla siempre móvil de las ventanas del ruletero. Justamente era uno de esos días aquél en el que llegué a la parada del 258 y mientras pensaba en la estructura molecular de un polímero inestable cuyos enlaces polivalentes equivalieran a un aumento del 25% en la elasticidad total, atisbé sobre mis hombros en busca de un lugar dónde sentarme y me topé de frente con la sonrisa de la niña de la plática peligrosa.
Tomaba el mismo autobús y vivía más lejos que yo. Nunca me la había encontrado hasta ese día, precisamente el día que no llevaba mi burbuja individual de acordes y retumbos para guarecerme. Y habló y habló y habló durante media hora y mientras ella parloteaba yo sólo me maldecía interiormente por haber salido aprisa de mi casa y haber dejado sobre la cama mi dotación de rocanrol.
Me bajé seis cuadras antes de mi casa. Nunca volví a olvidar mi reproductor.
15 septiembre 2008
History/Mistery
12 septiembre 2008
Hago tragos por comida.
Por estos días cumplí tres años desde aquel lejano junio en que por primera vez preparé un trago profesionalmente. Me imagino que no ha cambiado mucho el oficio en tres tristes años de ejercerlo más o menos constantemente. He sido bartender en lugares bastante distintos, desde un antro en Guadalajara -trabajo del cual nunca nadie supo, no sé por qué-, un restaurant gringo en Tijuana, un par de bares en Hermosillo, un lugar de vinos y comida mediterránea, luego otro antro y así. Por supuesto del giro depende generalmente el ambiente y muchas otras cosas derivadas: Las conversaciones con la clientela, el tipo de tragos que se preparan con mayor frecuencia, la vestimenta, el estrés y obviamente las ganancias del día.
En realidad me gusta mucho ser bartender. Es curioso, porque fui mesero mucho tiempo en intervalos más o menos largos y a pesar de que tenía mucho contacto con otros bartender, la barra no me llamaba la atención. En realidad creo que no me había dado cuenta de la mística, o de la economía, o no sé, simplemente no me llamaba. Fue necesario pasar casi seis años atendiendo a la gente en las mesas, hartarme totalmente del trato consuetudinario con latosos caprichosos inseguros indecisos remilgosos clientes, que decidí esconderme detrás de la barra y tratar mejor con meseros y borrachines. Y me ha ido bien.
El bar es una institución caprichosa y exigente. Es muy competitiva y difícilmente un bartender comparte sus secretos con otro que no pertenezca a su misma barra y al que generalmente se adopta como a un alumno distinguido. Casi todos desarrollamos tragos personales y les ponemos nombres que nos da la gana y por supuesto no prestamos la receta más que al padwan en turno. El mío se llama transistor y es una fresca mezcla de...
Les decía. Todo esto viene a colación porque en días pasados el periódico "grande" del estado sacó un póster con un top ten de bartenders en la capital y se me hizo muy curioso ser incluído. No creo ser un tipo muy conocido, ni tampoco especialmente espectacular para el "flare". Pero el caso es que me incluyeron y eso, aunque vano, me hizo sentir bien. Les digo, los bartender somos competitivos, y eso en cierta forma es un aliciente que me hace pensar que hago bien un trabajo que aunque no es el más prestigioso del mundo, paga las cuentas y es divertido.
Bueno, la verdad es eso y que hoy no tenía ganas de postear.
En realidad me gusta mucho ser bartender. Es curioso, porque fui mesero mucho tiempo en intervalos más o menos largos y a pesar de que tenía mucho contacto con otros bartender, la barra no me llamaba la atención. En realidad creo que no me había dado cuenta de la mística, o de la economía, o no sé, simplemente no me llamaba. Fue necesario pasar casi seis años atendiendo a la gente en las mesas, hartarme totalmente del trato consuetudinario con latosos caprichosos inseguros indecisos remilgosos clientes, que decidí esconderme detrás de la barra y tratar mejor con meseros y borrachines. Y me ha ido bien.
El bar es una institución caprichosa y exigente. Es muy competitiva y difícilmente un bartender comparte sus secretos con otro que no pertenezca a su misma barra y al que generalmente se adopta como a un alumno distinguido. Casi todos desarrollamos tragos personales y les ponemos nombres que nos da la gana y por supuesto no prestamos la receta más que al padwan en turno. El mío se llama transistor y es una fresca mezcla de...
Les decía. Todo esto viene a colación porque en días pasados el periódico "grande" del estado sacó un póster con un top ten de bartenders en la capital y se me hizo muy curioso ser incluído. No creo ser un tipo muy conocido, ni tampoco especialmente espectacular para el "flare". Pero el caso es que me incluyeron y eso, aunque vano, me hizo sentir bien. Les digo, los bartender somos competitivos, y eso en cierta forma es un aliciente que me hace pensar que hago bien un trabajo que aunque no es el más prestigioso del mundo, paga las cuentas y es divertido.
Bueno, la verdad es eso y que hoy no tenía ganas de postear.
11 septiembre 2008
It's just business.
El hombre de la barba negra puso la última tentación sobre la mesa. Vestía de Armani, el muy hijo de puta, un traje negro con un corte que le caía de maravilla a los hombros ligeramente más amplios que el cuerpo espigado y de piernas largas. El nudo de la corbata era windsor y el cuello de la camisa, inglés. La pluma, por supuesto, mont-blanc. El otro hombre, con los puños encontrados bajo el mentón, lo miraba y sonreía entre infantil y despectivamente. Su barba era de un gris blanquecino y hubiera parecido mucho mayor que el primer hombre, si no hubiera sido porque en los ojos de un azul clarísimo retintileaba un brillo de infancia apenas contenida y en los del otro -color obsidiana- se veía un cansancio ancestral. Vestía de Hugo Boss, el traje gris claro con una camisa rosa de puño y cuello blancos y una corbata perla y al lado de su codo izquierdo había un bowl con humeantes bollos de canela.
-Se llama Andrés- Dijo el primer hombre, mostrando la gran fotografía en blanco y negro donde el apenas llamado Andrés caminaba por una banqueta cualquiera, las manos metidas en los bolsillos del abrigo.
-¿Tu oferta?
-Un mentiroso, un infiel y un ladrón.
El hombre del traje gris lo miró detenidamente y la sonrisa fue desvaneciendo de sus labios. Sin la sonrisa, su barba pulcramente recortada formaba casi un tridente del mentón a las comisuras de los labios.
-Es una oferta generosa, ¿no?
El primer hombre encogió de hombros y entrecerró un poco los ojos, casi con coquetería. Su sonrisa era de un carisma avasallador.
-El hombre está enamorado- dijo.
-Entonces no tenemos que discutir más. Si el hombre está enamorado, es mío- Y el hombre del traje gris cerró su legajo de papeles e hizo un ademán de despedirse, pero antes tomó uno de los bollos de canela y lo remojó un poco en el café.
El primer hombre sonrió con una melancolía mucho mayor a la de sus ojos, se atuzó el bigote negro y encendió el tabaco de la fina pipa de cerezo con un chasquido de los dedos.
-Ay, señor- le dijo- Tantos siglos viendo a estos imbéciles y no has entendido de lo que es capaz el alma de un hombre enamorado. Hagamos negocios. Te estoy ofreciendo un infiel, un ladrón y un mentiroso.
El segundo hombre dio el mordisco al bollo de canela -que estaba particularmente dulce y suave y que sabía particularmente bien mezclado con el amargor del café- y se rascó un poco el área de la barba que cubría su mejilla. "Dios nunca se equivoca- pensaba- Pero por otro lado, el hombre está enamorado".
Y Dios dudó.
-Se llama Andrés- Dijo el primer hombre, mostrando la gran fotografía en blanco y negro donde el apenas llamado Andrés caminaba por una banqueta cualquiera, las manos metidas en los bolsillos del abrigo.
-¿Tu oferta?
-Un mentiroso, un infiel y un ladrón.
El hombre del traje gris lo miró detenidamente y la sonrisa fue desvaneciendo de sus labios. Sin la sonrisa, su barba pulcramente recortada formaba casi un tridente del mentón a las comisuras de los labios.
-Es una oferta generosa, ¿no?
El primer hombre encogió de hombros y entrecerró un poco los ojos, casi con coquetería. Su sonrisa era de un carisma avasallador.
-El hombre está enamorado- dijo.
-Entonces no tenemos que discutir más. Si el hombre está enamorado, es mío- Y el hombre del traje gris cerró su legajo de papeles e hizo un ademán de despedirse, pero antes tomó uno de los bollos de canela y lo remojó un poco en el café.
El primer hombre sonrió con una melancolía mucho mayor a la de sus ojos, se atuzó el bigote negro y encendió el tabaco de la fina pipa de cerezo con un chasquido de los dedos.
-Ay, señor- le dijo- Tantos siglos viendo a estos imbéciles y no has entendido de lo que es capaz el alma de un hombre enamorado. Hagamos negocios. Te estoy ofreciendo un infiel, un ladrón y un mentiroso.
El segundo hombre dio el mordisco al bollo de canela -que estaba particularmente dulce y suave y que sabía particularmente bien mezclado con el amargor del café- y se rascó un poco el área de la barba que cubría su mejilla. "Dios nunca se equivoca- pensaba- Pero por otro lado, el hombre está enamorado".
Y Dios dudó.
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No debo escribir fumado
10 septiembre 2008
Good morning and some froot loops
Levantarme siempre significa enfrentar la perspectiva de a dónde dirigir las horas muertas que me depara la mañana. El haberme hecho nocturno me ha traído -aparejado con todo lo bueno- la funesta consecuencia de no tener un cúmulo de actividades a las cuáles dedicar la mañana. Supuestamente se la dedico a dormir, pero dormir últimamente me inquieta, me hace sentir que pierdo el tiempo en exceso. Por eso le doy al cuerpo las seis horas que recomienda el canon y luego me ruedo en la cama hasta caer al suelo frío para obligarme a despertar, abrir los ojos a la luz muy blanca en la ventana y luego encontrarme en el espejo, siempre un poco más mermado que la mañana anterior.
He comenzado a dejarme una barba de candado. Es una estupidez superficial quizá para compensar el cabello largo que muy probablemente nunca vuelva a tener y que era la única herramienta a la mano a la hora de decidir cambiarme la cara tras un evento parteagüas. Por supuesto no tendrá seguidores esta decisión de llenarme la cara de pelos -nunca los ha tenido- pero la verdad es que no me importa. Ser un tipo "guapo" o simplemente "atractivo" es una cosa que desde hace bastante tiempo ha dejado de ser de interés para este que escribe. No les engaño, soy consciente de que la armonía estética atrae para uno muchos privilegios, pero son privilegios que no me interesa granjearme así.
Hace algunos meses -ya casi un año, diablos- se me formó un hábito carcelario: Rentaba un departamento sin televisión por cable y las horas muertas contemplaba la ciudad por las ventanas mientras ejercitaba los brazos con unas mancuernas que compré para el efecto. Jamás fue una búsqueda por un cuerpo bello, sino apenas una forma no dañina de acortar esos minutos que separaban mis largas mañanas de ocio de mis noches de trabajo. La depresión que me pegó poco después no hizo sino acentuar la furia con la que me entregaba a esas sesiones de ejercicio, supongo que en forma de reprimenda por mi pusilanimidad. El caso es que ayer mientras salía de bañarme me detuve un momento frente al espejo grande de la recámara y fui por primera vez consciente de que en mis 26 años de vida nunca había tenido el cuerpo tan trabajado. Justo ahora que nadie tiene la cotidianeidad de verme desnudo. Habla de ironías, ¿eh, destino hijo de la gran puta?
Pero les decía: levantarme siempre me pone en esta perspectiva. Desde que retomé el hábito de publicar en esta bitácora ya sé que entre 30 minutos y una hora están listos, pero de ahí generalmente el tiempo se lleva mi cuerpo hasta un café donde quizá desayuno y luego intento un cuento lento; enfilo los pasos hacia la tienda de libros y chocolates, camino por las calles del centro, paso largos minutos sin hacer nada distinto de pensar en ideas muy exactas y afiladas que termino desechando por repetitivas.
Hoy, por ejemplo, Fertz me pide que le ayude a cocinar algo elaborado y preferentemente bello para invitar a comer a su novio. Y a mí me encanta cocinar y se los he dicho, pero hoy no tengo ganas. Afuera está muy nublado y yo sólo quisiera estar en la casa de la playa, en una de las hamacas de la terraza, con un libro de Roth -a quien me tengo que acabar antes de que el año termine- y alguna charola de botanas diminutas y deliciosas. Por supuesto no me iré, no me atrevería a regresar para el trabajo, pero buscaré un plan alterno que no se parezca en nada a este pero sí me ayude a recuperar el gusto que yo siempre he tenido por el tiempo libre.
He comenzado a dejarme una barba de candado. Es una estupidez superficial quizá para compensar el cabello largo que muy probablemente nunca vuelva a tener y que era la única herramienta a la mano a la hora de decidir cambiarme la cara tras un evento parteagüas. Por supuesto no tendrá seguidores esta decisión de llenarme la cara de pelos -nunca los ha tenido- pero la verdad es que no me importa. Ser un tipo "guapo" o simplemente "atractivo" es una cosa que desde hace bastante tiempo ha dejado de ser de interés para este que escribe. No les engaño, soy consciente de que la armonía estética atrae para uno muchos privilegios, pero son privilegios que no me interesa granjearme así.
Hace algunos meses -ya casi un año, diablos- se me formó un hábito carcelario: Rentaba un departamento sin televisión por cable y las horas muertas contemplaba la ciudad por las ventanas mientras ejercitaba los brazos con unas mancuernas que compré para el efecto. Jamás fue una búsqueda por un cuerpo bello, sino apenas una forma no dañina de acortar esos minutos que separaban mis largas mañanas de ocio de mis noches de trabajo. La depresión que me pegó poco después no hizo sino acentuar la furia con la que me entregaba a esas sesiones de ejercicio, supongo que en forma de reprimenda por mi pusilanimidad. El caso es que ayer mientras salía de bañarme me detuve un momento frente al espejo grande de la recámara y fui por primera vez consciente de que en mis 26 años de vida nunca había tenido el cuerpo tan trabajado. Justo ahora que nadie tiene la cotidianeidad de verme desnudo. Habla de ironías, ¿eh, destino hijo de la gran puta?
Pero les decía: levantarme siempre me pone en esta perspectiva. Desde que retomé el hábito de publicar en esta bitácora ya sé que entre 30 minutos y una hora están listos, pero de ahí generalmente el tiempo se lleva mi cuerpo hasta un café donde quizá desayuno y luego intento un cuento lento; enfilo los pasos hacia la tienda de libros y chocolates, camino por las calles del centro, paso largos minutos sin hacer nada distinto de pensar en ideas muy exactas y afiladas que termino desechando por repetitivas.
Hoy, por ejemplo, Fertz me pide que le ayude a cocinar algo elaborado y preferentemente bello para invitar a comer a su novio. Y a mí me encanta cocinar y se los he dicho, pero hoy no tengo ganas. Afuera está muy nublado y yo sólo quisiera estar en la casa de la playa, en una de las hamacas de la terraza, con un libro de Roth -a quien me tengo que acabar antes de que el año termine- y alguna charola de botanas diminutas y deliciosas. Por supuesto no me iré, no me atrevería a regresar para el trabajo, pero buscaré un plan alterno que no se parezca en nada a este pero sí me ayude a recuperar el gusto que yo siempre he tenido por el tiempo libre.
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Disertaciones,
La vida o algo parecido
08 septiembre 2008
Lo demás sería cuestión de agendas.
No sé si de verdad pensabas engañarme esas contadas noches en las que me pedías que te llevara a tu casa y no al motel como solían terminar nuestras estúpidas citas. Sí sé que nosotros nos engañábamos pensando que esas noches de sudar y jadear y revolcarnos hasta el agotamiento eran la consecuencia natural de nuestra patética relación, cuando en realidad eran el único motivo. Nadie más que nosotros y ni siquiera nosotros mismos nos tragábamos el cuento de que aquellas tardes en el cine, las largas horas jugando al billar con otros dos o tres amigos era nuestra relación. No. Nosotros sólo éramos nosotros desnudos, uno sobre el otro, debajo, detrás o a un lado del otro, siempre mordiendo, besando, rasgando y lacerando, contemplándonos largamente en los espejos del techo. ¿De verdad creías que yo no me daba cuenta que te embelesabas mirando tu cuerpo? No veías a la pareja que tenía un sexo pletórico de orgasmos, sino a la rubia voluptuosa que te revelaba el espejo. Yo sé que pensabas en lo bella que eras, en lo exquisitamente bien formado de tus piernas, en lo pesado de tus pechos y lo redondo de tus nalgas. Eras, como siempre, una perra egoísta. Una perra egoísta que cogía como nadie, eso te lo concedo, pero de nada me servía tu maravilloso don de hacerme sentir protagonista de cuanto filme pornográfico me había llegado a los ojos si al final me quedaba la impresión de que te venías pensando en lo rica que estabas y no en lo duro de mis embestidas o lo caliente de mis besos.
Te lo aclaro ahora por si alguna vez te concediste el beneficio de la duda: nunca creí que fuera porque ese día no tenías ganas o porque pensabas que nuestra relación necesitaba de largas charlas y momentos especiales para ser un noviazgo. Nunca quisiste jugar a los noviecitos y lo sabías tan bien como yo. ¿De que otro modo me explicas que tras las primeras seis veces de habernos dejado mutuamente en calidad de lastre en la suite cuarenta y ocho del Mar y Tierra te hubieras animado a confesarme que no solo tenías un novio formal sino que además pensabas casarte en algunos meses? Te confieso que sentí una ternura sin límites de que te comieras mi cara de compunción, mi gesto contrito, mis ojos acuosos al reclamarte que me lo hubieras ocultado. Te confieso también que sufrí lo indecible para no reír en tu cara de la preocupación que me mostrabas cada una de las noches siguientes, cuando yo volvía invariablemente a pedirte que lo cambiaras por mí y te ofrecía todas las arenas del océano. Te veías tan linda confundida, pensando seriamente en cuánto te convenía la vida con aquel pobre mequetrefe y cuánto ibas a extrañas las noches conmigo en esa cama, la misma cama y el mismo espejo y la misma ducha y la misma maldita alfombra donde te hacía que aullaras como gata todas las madrugadas. Me gritabas Mi amor, ¿te acuerdas? Mi amor. Nunca gritaste mi nombre, ni una sola vez. Mi amor, Mi amor, decías y yo sabía que no estabas bromeando, era tu amor, te volvía loca el saber que yo realmente no te quería, que no te iba a querer nunca porque los dos entramos al juego sabiendo tú que yo era un desalmado y yo que tú eras una golfa. Entre gitanos no se ve la suerte.
Tristemente para ti, las golfas no son inmunes al amor. Detrás de tu facilismo erótico, de tu ninfomanía mal disfrazada de ansiedad afectiva, había una mujer proclive a los deslices y yo te resulté demasiado difícil de sortear. Yo sabía que me veías, siempre. Cada cosa que hacía en los momentos en que estabas presente era cuidadosamente vigilada por tus ojos amarillos bajo el fleco perfectamente recto que trazaba tu cabello en la frente. Y yo lo sabía, como casi todos los que te conocieron en esos meses. ¿Cómo demonios no te diste cuenta de que se reían de ti cuando decías que te tenía harta mi acoso? ¿Con quién querías jugar? Todos notaban que yo veía tus pechos tras el escote y tus caderas apretadas por los pantalones de dril con la misma atención de un comensal en un bufete. Tenías un cuerpo lindo, aún lo tienes, pero de eso a que yo te dirigiera la palabra con intenciones distintas de desnudarte había un abismo.
Aquella vez en el café, cuando hablábamos de él y de mí y tú hacías un hincapié constante a la seguridad que te daba tu próximo matrimonio, y te referías sin siquiera darte cuenta a tu ya demasiado obvia intención de vivir a su costa el resto de tus años, me dabas una pena enorme. Quiero decir: siempre supe que eras simple, pero saber que además de simple eras tan tremendamente predecible me rompió el corazón. Esa noche ni siquiera pude hacer que pasaras del tercer orgasmo. Habías dejado de ser divertida. Al quitarte el halo de misterio de la maldita zorra que se acostaba con quien le viniera en gana, te volviste la pobre putita sentimental que incluso me tomaba de la mano y lagrimeaba despacito, susurrándome te amos y diciéndome que me ibas a extrañar y ofreciéndome –eras, mujer, el colmo- los fines de semana que él estuviera fuera para desahogarnos mutuamente de las voracidades que sin duda se te irían sedimentando en las venas con aquel pobre pelmazo al que yo imaginaba un pésimo amante y casi seguro un eyaculador precoz. No sé cómo, dios mío, no te di ahí mismo un par de buenas cachetadas. Bien que te hubieran hecho.
Te gustaba jugar a que tú eras una loba y yo un niño bueno. Y eso hubiera estado muy bien si no hubieras perdido de vista que era eso: un juego. Cuando perdiste el hilo y empezaste a creer que de verdad eras la loba y yo de verdad era el pobre inocente al que podías manipular fue que perdiste el norte. Te sentabas a mi lado mientras veíamos cine francés y me acariciabas muy despacio la piel de los brazos. Yo sentía tus dedos pequeñísimos buscándome la piel entre la tela y sentía cómo se contraían en una garra que no se cansaba de calibrar la potencia de mis músculos. Te excitaba voltear a ver mi rostro, el brillo azul que reflejaban mis lentes de lectura, el negro absoluto de mi cabello contrastando con mi piel palidecida por la enorme proyección y mi mirada absorta mientras tus manos palpaban mis brazos y mi abdomen tenso. Yo sabía que estabas acostumbrada a una barriguita fofa y unos músculos lánguidos abrazándote sin pena ni gloria y que el sentirte levantada en vilo, ver la larga desnudez de tu cuerpo mecida por mis brazos en el aire mientras te penetraba de pie, simple y sencillamente te apagaba el cerebro. Gritabas blasfemias que ni siquiera creo que recuerdes y llorabas de placer. Llorabas. En tu mente estabas corrompiendo al muchachito estudioso cuyos tartamudeos te daban risa, al jovencito serio que no probaba el licor y despertaba todos los días a las siete para que le alcanzara el tiempo para la facultad y dos trabajos. Eso es lo que realmente te mataba, el creer que tú me estabas usando a mí. ¿Crees que no era capaz de oler a través del medio metro que nos separaba cómo se te empapaban las bragas cuando te besaba los hombros desnudos frente a docenas de personas en el viejo cine de Reforma?
Cuando por fin te fuiste con él me dio mucho gusto. Habías ido en tu cabeza de chef a sobrecargo, de sobrecargo a empleada bancaria, de empleada bancaria a pintora profesional y de pintora profesional a sobrecargo sin haber tenido la decencia de terminar la preparatoria. Esperé de todo corazón que la vida con un hombre centrado te ayudara a encontrarle un motivo firme a tu navegar por la vida. No volví a tener noticias tuyas hasta mucho tiempo después, y de la forma menos esperada. Recibir tu carta me puso inmensamente triste porque bastó ver tu nombre en el remitente para saber lo que decías. No eras feliz. Él viajaba mucho, te lo daba todo y no eras feliz. Habías conocido Bruselas y Marrakech, Canberra y Tokio, habías cebado mate en Montevideo y bebido pisco en Lima, habías fumado mota en Ámsterdam y comido gazpacho en Barcelona, te habías hecho tatuar en Florida –un hada pequeña en el tobillo, dijiste- y no eras feliz. Yo malvivía de escribir nota roja en dos diarios distintos y editoriales con nombres inventados y había bajado un par de kilos por la canícula inclemente del verano del norte, pero por aquellos días había empezado a llover con frecuencia sobre la terracita de flores de mi departamento y acababa de hacerle el amor por segunda vez a tu hermana menor, que tenía tu misma vocación amatoria con un poco más de carácter, así que me consideraba un hombre afortunado. El saber que regresabas me hizo reconsiderar.
Lo más ridículo es que haya sido tu hermana la que propició nuestro encuentro. Estaba desnuda en el sofá con el cabello rizado suelto derramándose sobre la alfombra cuando me dijo que hacía cuatro días que estabas en la ciudad. “Quiere verte” dijo “Quiere hablar contigo”. Me esforcé todo lo humanamente posible en recordar cuándo habías hablado conmigo de cualquier cosa distinta de acordar una hora y un lugar donde vernos y sólo pude recordar la vez del café, cuando tus ojos me suplicaban el Te amo que ya sabías que no ibas a oír y me dio risa pensar en todos los Te lo dije que hubiera podido propinarte si fuera un poco más sádico y un poco menos aguafiestas. “No me importa lo que pase entre ustedes” dijo ella todavía “Al fin y al cabo ella llegó primero”. Y yo volví a pensar que ella tenía todos tus dones pero había olvidado tus defectos. Practicaba el desapego y a mí me dio vértigo pensar que con un poco de esfuerzo podía llegar a quererla.
Supongo que eso es todo lo que ha sucedido hasta ahora. Como sabes bebiste conmigo dos botellas de Lambrusco y luego usaste como pretexto los humores del vino para aplicar tu truco favorito de quitarte los zapatos y acariciarme las piernas con los pies desnudos, de atisbar desde abajo de tu fleco –ahora un poco más rubio- con los ojos amarillos de siempre a los míos, tratando de decirme las cosas que nunca necesitaste decirme porque yo sé que tan sólo había que estirar el brazo para que vinieras a mí y te desnudaras prácticamente sola y te recostaras a mi lado ofreciéndome la espalda, mostrándome que en tu ausencia te habías torneado más la silueta y te habías bronceado quizá en Costa Azul o en Cabo o en el Rhin y que tan pronto sintieras mis labios en el cuello, subiendo hacia tu rostro, comenzarías a susurrar muy despacito Mi amor, Mi amor y a buscar apoyarte en mi cuerpo y sentir la tensión del miembro presionándote la entrepierna antes de empezar a gemir, ya conmigo dentro y empezar a decir Mi amor, Mi amor más fuerte, imagino que con la misma voz con la que se lo dices a él, con el mismo tono, quizá hasta con la misma sinceridad. Por eso mejor te llevé a tu casa, estacioné en la callecita y te di un beso leve en la mejilla, te dije Buenas noches y luego te vi caminar despacio hacia la puerta, pensando en lo bueno que sería que yo fuera un poco más sádico y un poco menos aguafiestas. Pero no voy a cambiar por una golfa cualquiera como tú, ni –¿a quién engaño?- por nadie más.
Te lo aclaro ahora por si alguna vez te concediste el beneficio de la duda: nunca creí que fuera porque ese día no tenías ganas o porque pensabas que nuestra relación necesitaba de largas charlas y momentos especiales para ser un noviazgo. Nunca quisiste jugar a los noviecitos y lo sabías tan bien como yo. ¿De que otro modo me explicas que tras las primeras seis veces de habernos dejado mutuamente en calidad de lastre en la suite cuarenta y ocho del Mar y Tierra te hubieras animado a confesarme que no solo tenías un novio formal sino que además pensabas casarte en algunos meses? Te confieso que sentí una ternura sin límites de que te comieras mi cara de compunción, mi gesto contrito, mis ojos acuosos al reclamarte que me lo hubieras ocultado. Te confieso también que sufrí lo indecible para no reír en tu cara de la preocupación que me mostrabas cada una de las noches siguientes, cuando yo volvía invariablemente a pedirte que lo cambiaras por mí y te ofrecía todas las arenas del océano. Te veías tan linda confundida, pensando seriamente en cuánto te convenía la vida con aquel pobre mequetrefe y cuánto ibas a extrañas las noches conmigo en esa cama, la misma cama y el mismo espejo y la misma ducha y la misma maldita alfombra donde te hacía que aullaras como gata todas las madrugadas. Me gritabas Mi amor, ¿te acuerdas? Mi amor. Nunca gritaste mi nombre, ni una sola vez. Mi amor, Mi amor, decías y yo sabía que no estabas bromeando, era tu amor, te volvía loca el saber que yo realmente no te quería, que no te iba a querer nunca porque los dos entramos al juego sabiendo tú que yo era un desalmado y yo que tú eras una golfa. Entre gitanos no se ve la suerte.
Tristemente para ti, las golfas no son inmunes al amor. Detrás de tu facilismo erótico, de tu ninfomanía mal disfrazada de ansiedad afectiva, había una mujer proclive a los deslices y yo te resulté demasiado difícil de sortear. Yo sabía que me veías, siempre. Cada cosa que hacía en los momentos en que estabas presente era cuidadosamente vigilada por tus ojos amarillos bajo el fleco perfectamente recto que trazaba tu cabello en la frente. Y yo lo sabía, como casi todos los que te conocieron en esos meses. ¿Cómo demonios no te diste cuenta de que se reían de ti cuando decías que te tenía harta mi acoso? ¿Con quién querías jugar? Todos notaban que yo veía tus pechos tras el escote y tus caderas apretadas por los pantalones de dril con la misma atención de un comensal en un bufete. Tenías un cuerpo lindo, aún lo tienes, pero de eso a que yo te dirigiera la palabra con intenciones distintas de desnudarte había un abismo.
Aquella vez en el café, cuando hablábamos de él y de mí y tú hacías un hincapié constante a la seguridad que te daba tu próximo matrimonio, y te referías sin siquiera darte cuenta a tu ya demasiado obvia intención de vivir a su costa el resto de tus años, me dabas una pena enorme. Quiero decir: siempre supe que eras simple, pero saber que además de simple eras tan tremendamente predecible me rompió el corazón. Esa noche ni siquiera pude hacer que pasaras del tercer orgasmo. Habías dejado de ser divertida. Al quitarte el halo de misterio de la maldita zorra que se acostaba con quien le viniera en gana, te volviste la pobre putita sentimental que incluso me tomaba de la mano y lagrimeaba despacito, susurrándome te amos y diciéndome que me ibas a extrañar y ofreciéndome –eras, mujer, el colmo- los fines de semana que él estuviera fuera para desahogarnos mutuamente de las voracidades que sin duda se te irían sedimentando en las venas con aquel pobre pelmazo al que yo imaginaba un pésimo amante y casi seguro un eyaculador precoz. No sé cómo, dios mío, no te di ahí mismo un par de buenas cachetadas. Bien que te hubieran hecho.
Te gustaba jugar a que tú eras una loba y yo un niño bueno. Y eso hubiera estado muy bien si no hubieras perdido de vista que era eso: un juego. Cuando perdiste el hilo y empezaste a creer que de verdad eras la loba y yo de verdad era el pobre inocente al que podías manipular fue que perdiste el norte. Te sentabas a mi lado mientras veíamos cine francés y me acariciabas muy despacio la piel de los brazos. Yo sentía tus dedos pequeñísimos buscándome la piel entre la tela y sentía cómo se contraían en una garra que no se cansaba de calibrar la potencia de mis músculos. Te excitaba voltear a ver mi rostro, el brillo azul que reflejaban mis lentes de lectura, el negro absoluto de mi cabello contrastando con mi piel palidecida por la enorme proyección y mi mirada absorta mientras tus manos palpaban mis brazos y mi abdomen tenso. Yo sabía que estabas acostumbrada a una barriguita fofa y unos músculos lánguidos abrazándote sin pena ni gloria y que el sentirte levantada en vilo, ver la larga desnudez de tu cuerpo mecida por mis brazos en el aire mientras te penetraba de pie, simple y sencillamente te apagaba el cerebro. Gritabas blasfemias que ni siquiera creo que recuerdes y llorabas de placer. Llorabas. En tu mente estabas corrompiendo al muchachito estudioso cuyos tartamudeos te daban risa, al jovencito serio que no probaba el licor y despertaba todos los días a las siete para que le alcanzara el tiempo para la facultad y dos trabajos. Eso es lo que realmente te mataba, el creer que tú me estabas usando a mí. ¿Crees que no era capaz de oler a través del medio metro que nos separaba cómo se te empapaban las bragas cuando te besaba los hombros desnudos frente a docenas de personas en el viejo cine de Reforma?
Cuando por fin te fuiste con él me dio mucho gusto. Habías ido en tu cabeza de chef a sobrecargo, de sobrecargo a empleada bancaria, de empleada bancaria a pintora profesional y de pintora profesional a sobrecargo sin haber tenido la decencia de terminar la preparatoria. Esperé de todo corazón que la vida con un hombre centrado te ayudara a encontrarle un motivo firme a tu navegar por la vida. No volví a tener noticias tuyas hasta mucho tiempo después, y de la forma menos esperada. Recibir tu carta me puso inmensamente triste porque bastó ver tu nombre en el remitente para saber lo que decías. No eras feliz. Él viajaba mucho, te lo daba todo y no eras feliz. Habías conocido Bruselas y Marrakech, Canberra y Tokio, habías cebado mate en Montevideo y bebido pisco en Lima, habías fumado mota en Ámsterdam y comido gazpacho en Barcelona, te habías hecho tatuar en Florida –un hada pequeña en el tobillo, dijiste- y no eras feliz. Yo malvivía de escribir nota roja en dos diarios distintos y editoriales con nombres inventados y había bajado un par de kilos por la canícula inclemente del verano del norte, pero por aquellos días había empezado a llover con frecuencia sobre la terracita de flores de mi departamento y acababa de hacerle el amor por segunda vez a tu hermana menor, que tenía tu misma vocación amatoria con un poco más de carácter, así que me consideraba un hombre afortunado. El saber que regresabas me hizo reconsiderar.
Lo más ridículo es que haya sido tu hermana la que propició nuestro encuentro. Estaba desnuda en el sofá con el cabello rizado suelto derramándose sobre la alfombra cuando me dijo que hacía cuatro días que estabas en la ciudad. “Quiere verte” dijo “Quiere hablar contigo”. Me esforcé todo lo humanamente posible en recordar cuándo habías hablado conmigo de cualquier cosa distinta de acordar una hora y un lugar donde vernos y sólo pude recordar la vez del café, cuando tus ojos me suplicaban el Te amo que ya sabías que no ibas a oír y me dio risa pensar en todos los Te lo dije que hubiera podido propinarte si fuera un poco más sádico y un poco menos aguafiestas. “No me importa lo que pase entre ustedes” dijo ella todavía “Al fin y al cabo ella llegó primero”. Y yo volví a pensar que ella tenía todos tus dones pero había olvidado tus defectos. Practicaba el desapego y a mí me dio vértigo pensar que con un poco de esfuerzo podía llegar a quererla.
Supongo que eso es todo lo que ha sucedido hasta ahora. Como sabes bebiste conmigo dos botellas de Lambrusco y luego usaste como pretexto los humores del vino para aplicar tu truco favorito de quitarte los zapatos y acariciarme las piernas con los pies desnudos, de atisbar desde abajo de tu fleco –ahora un poco más rubio- con los ojos amarillos de siempre a los míos, tratando de decirme las cosas que nunca necesitaste decirme porque yo sé que tan sólo había que estirar el brazo para que vinieras a mí y te desnudaras prácticamente sola y te recostaras a mi lado ofreciéndome la espalda, mostrándome que en tu ausencia te habías torneado más la silueta y te habías bronceado quizá en Costa Azul o en Cabo o en el Rhin y que tan pronto sintieras mis labios en el cuello, subiendo hacia tu rostro, comenzarías a susurrar muy despacito Mi amor, Mi amor y a buscar apoyarte en mi cuerpo y sentir la tensión del miembro presionándote la entrepierna antes de empezar a gemir, ya conmigo dentro y empezar a decir Mi amor, Mi amor más fuerte, imagino que con la misma voz con la que se lo dices a él, con el mismo tono, quizá hasta con la misma sinceridad. Por eso mejor te llevé a tu casa, estacioné en la callecita y te di un beso leve en la mejilla, te dije Buenas noches y luego te vi caminar despacio hacia la puerta, pensando en lo bueno que sería que yo fuera un poco más sádico y un poco menos aguafiestas. Pero no voy a cambiar por una golfa cualquiera como tú, ni –¿a quién engaño?- por nadie más.
05 septiembre 2008
Tú no tienes nada.
Tengo varios días despertando pasado el mediodía y sintiéndome como si un tranvía me hubiera planchado de ida y vuelta. Me imagino que es consecuencia de dormirme siempre alrededor de las cinco de la mañana y de pasarme las ocho horas de trabajo como si estuviera en el gimnasio, cargando barriles y cajas de cerveza, bolsas de hielo muy grandes y mi ego.
Tengo varios días postergando indefinidamente actividades que quiero/debo hacer porque el tiempo simplemente no me alcanza -estoy durmiendo casi ocho horas diarias- y eso me enoja y me frustra y en general me amarga un poco más el humor. No he leído casi nada desde hace más de una semana (y para colmo lo que he leído no me ha gustado), tengo montañas de lavandería en mi cuarto, mi novela se atascó y no he hecho nada por sacarla, necesito con urgencia escaparme a la playa y despejarme un poco del caos que traigo en la cabeza.
Tengo varios días preguntándome qué demonios se les metió en la cabeza a las pobres mujeres que se esfuerzan tanto por caber en el cliché "trátame mal y te quiero, trátame bien y te ignoro" y se limitan tanto y se reprimen tanto y sufren y se lamentan tanto por situaciones en las que ellas mismas se ponen adrede. Señoritas: Yo no soy lo que buscan. Por si no fuera suficiente con todos mis defectos para descartarme como pareja, ahora además estoy perdidamente enamorado, y eso las pone a ustedes fuera de foco. Lo siento. No, mentira.
Tengo varios días cuidando lo que como, un poco resfriado, de buen humor injustificado, afecto a la confidencia, apreciando de nuevo la belleza, sin comprar agua para el depa, tomando café con galletas a las seis, usando calzones deportivos, desinfectando mi piercing, viendo episodios sueltos de friends y recordando lo que sueño.
Claro que "tengo" es un decir, creo que mi vida por fin se ha vuelto rutinaria. Mátenme.
Tengo varios días postergando indefinidamente actividades que quiero/debo hacer porque el tiempo simplemente no me alcanza -estoy durmiendo casi ocho horas diarias- y eso me enoja y me frustra y en general me amarga un poco más el humor. No he leído casi nada desde hace más de una semana (y para colmo lo que he leído no me ha gustado), tengo montañas de lavandería en mi cuarto, mi novela se atascó y no he hecho nada por sacarla, necesito con urgencia escaparme a la playa y despejarme un poco del caos que traigo en la cabeza.
Tengo varios días preguntándome qué demonios se les metió en la cabeza a las pobres mujeres que se esfuerzan tanto por caber en el cliché "trátame mal y te quiero, trátame bien y te ignoro" y se limitan tanto y se reprimen tanto y sufren y se lamentan tanto por situaciones en las que ellas mismas se ponen adrede. Señoritas: Yo no soy lo que buscan. Por si no fuera suficiente con todos mis defectos para descartarme como pareja, ahora además estoy perdidamente enamorado, y eso las pone a ustedes fuera de foco. Lo siento. No, mentira.
Tengo varios días cuidando lo que como, un poco resfriado, de buen humor injustificado, afecto a la confidencia, apreciando de nuevo la belleza, sin comprar agua para el depa, tomando café con galletas a las seis, usando calzones deportivos, desinfectando mi piercing, viendo episodios sueltos de friends y recordando lo que sueño.
Claro que "tengo" es un decir, creo que mi vida por fin se ha vuelto rutinaria. Mátenme.
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La vida o algo parecido
04 septiembre 2008
03 septiembre 2008
Trasnoches.
Ayer fue cumpleaños de uno de mis amigos más cercanos, Noé, y por ese motivo los muchachos del bar y yo decidimos adelantar el cierre e irnos a su casa a darle un buen abrazo, beber algunas cervezas con él y su domadora y pasarla relax hasta el amanecer.
Eran las 2a.m. y yo conducía por el Salazar atento a los faros del jetta de Diana, que me seguía a cierta distancia y oteando de vez en cuando al horizonte en busca de la clásica patrulla jodona que nunca falta en la madrugada. No es que tuviera nada qué temer -como saben, no bebo- sino que simplemente cada vez se me vuelve más molesto el concepto que la policía mexicana se ha encargado de formarnos a los mexicanos de ellos y me da muchísima tristeza el preferir encontrarme con un malviviente que con un policía durante la noche.
Tomamos República de Belice hacia el norte y cuando ya estábamos a un par de cuadras de la reunión, por fin aparecieron las torretas bicolor en mi espejo retrovisor. Las ignoré -obviamente- a pesar de que se me acercaron muchísimo y empezaron a hacerme el cambio de luces. "Me vale madre" dije, "si no me dan el claxon de pato no me paro". Me lo dieron cuadra y media después, cuando se volvió demasiado notorio que los estaba mandando a la chingada. Marqué el direccional, estacioné el carro y puse las intermitentes. No apagué las luces, ni el motor, sino que me bajé -encabronado, como suelo ponerme- y caminé a toda velocidad hacia la patrulla. El oficial -gordo, bigote mal cortado, somnoliento- se asustó muy histriónicamente con mi actitud.
M: Buenas noches, oficial, ¿Por qué me detiene?
P: Buenas, joven, No, pues nomás, revisión de rutina.
M: Ajá, ¿revisión de rutina en busca de qué? ¿Trae la orden del operativo?
P: No, es que no es un operativo, es revisión de rutina.
M: Entonces me está diciendo que rutinariamente va a detener a cada uno de los automovilistas que pasen por aquí.
P: No, pues no.
M: Entonces, ¿por qué me detiene?
Aquí como que el policía se acordó de que supuestamente el asustado debía ser yo y el mamila él, así que trató de recuperar posición.
P: No pues, ¿qué haciendo tan tarde por acá?
M: Pues no es que le importe, pero vengo del trabajo, ¿cómo ve?
P: ¿Y dónde trabaja?
Aquí volteé a ver de la manera más "comoserásimbécil" posible mi camiseta cuyas enormes letras rojas dicen London Pub y luego lo volví a ver a él.
M: Entonces, ¿Por qué me detiene?
P: No, pues es que, ¿por qué tan tarde?
M: Mire, trabajo en un bar, uno de mis compañeros cumple años hoy y hay una fiesta en su casa con mucha paella y mucha cerveza. Vive a dos cuadras de la iglesia de allá y si no le molesta, quisiera irme ya, antes de que se acabe la comida.
P: Ah, sí, vengo de esa fiesta, les fui a pedir que bajaran el volumen. Si quiere sígame, yo lo escolto.
Y ya. No me pidió mi licencia, no revisó el carro, sólo hizo un par de bromas respecto a mi abstemismo y nos llevó a la casa de Noe.
Me caga la policía.
Ah, sí, la paella de Becker estaba riquísima, el pastel de Diana fabuloso, la coca cola de... Bueno, la coca-cola también estaba muy rica y la gente y el ambiente estuvieron tan agradables que cuando me di cuenta ya eran las 5:30, habíamos ido al bar por otros dos cartones de cerveza, nos habíamos terminado la comida y el pastel, se habían terminado los chistes y era hora de ir y fingir que dormíamos por algunas horas. Noe se la pasó genial y eso me da mucho gusto. Hoy es cumpleaños de Tifanny y espero que no haya planes, ¡quiero dormir!
Eran las 2a.m. y yo conducía por el Salazar atento a los faros del jetta de Diana, que me seguía a cierta distancia y oteando de vez en cuando al horizonte en busca de la clásica patrulla jodona que nunca falta en la madrugada. No es que tuviera nada qué temer -como saben, no bebo- sino que simplemente cada vez se me vuelve más molesto el concepto que la policía mexicana se ha encargado de formarnos a los mexicanos de ellos y me da muchísima tristeza el preferir encontrarme con un malviviente que con un policía durante la noche.
Tomamos República de Belice hacia el norte y cuando ya estábamos a un par de cuadras de la reunión, por fin aparecieron las torretas bicolor en mi espejo retrovisor. Las ignoré -obviamente- a pesar de que se me acercaron muchísimo y empezaron a hacerme el cambio de luces. "Me vale madre" dije, "si no me dan el claxon de pato no me paro". Me lo dieron cuadra y media después, cuando se volvió demasiado notorio que los estaba mandando a la chingada. Marqué el direccional, estacioné el carro y puse las intermitentes. No apagué las luces, ni el motor, sino que me bajé -encabronado, como suelo ponerme- y caminé a toda velocidad hacia la patrulla. El oficial -gordo, bigote mal cortado, somnoliento- se asustó muy histriónicamente con mi actitud.
M: Buenas noches, oficial, ¿Por qué me detiene?
P: Buenas, joven, No, pues nomás, revisión de rutina.
M: Ajá, ¿revisión de rutina en busca de qué? ¿Trae la orden del operativo?
P: No, es que no es un operativo, es revisión de rutina.
M: Entonces me está diciendo que rutinariamente va a detener a cada uno de los automovilistas que pasen por aquí.
P: No, pues no.
M: Entonces, ¿por qué me detiene?
Aquí como que el policía se acordó de que supuestamente el asustado debía ser yo y el mamila él, así que trató de recuperar posición.
P: No pues, ¿qué haciendo tan tarde por acá?
M: Pues no es que le importe, pero vengo del trabajo, ¿cómo ve?
P: ¿Y dónde trabaja?
Aquí volteé a ver de la manera más "comoserásimbécil" posible mi camiseta cuyas enormes letras rojas dicen London Pub y luego lo volví a ver a él.
M: Entonces, ¿Por qué me detiene?
P: No, pues es que, ¿por qué tan tarde?
M: Mire, trabajo en un bar, uno de mis compañeros cumple años hoy y hay una fiesta en su casa con mucha paella y mucha cerveza. Vive a dos cuadras de la iglesia de allá y si no le molesta, quisiera irme ya, antes de que se acabe la comida.
P: Ah, sí, vengo de esa fiesta, les fui a pedir que bajaran el volumen. Si quiere sígame, yo lo escolto.
Y ya. No me pidió mi licencia, no revisó el carro, sólo hizo un par de bromas respecto a mi abstemismo y nos llevó a la casa de Noe.
Me caga la policía.
Ah, sí, la paella de Becker estaba riquísima, el pastel de Diana fabuloso, la coca cola de... Bueno, la coca-cola también estaba muy rica y la gente y el ambiente estuvieron tan agradables que cuando me di cuenta ya eran las 5:30, habíamos ido al bar por otros dos cartones de cerveza, nos habíamos terminado la comida y el pastel, se habían terminado los chistes y era hora de ir y fingir que dormíamos por algunas horas. Noe se la pasó genial y eso me da mucho gusto. Hoy es cumpleaños de Tifanny y espero que no haya planes, ¡quiero dormir!
02 septiembre 2008
Delivery Status Notification: Happy.
Resulta que los famosos Autobuses de La Piedad hacen escala en Guadalajara. Resulta que en Guadalajara vive la que no es michoacana, sino celestial y resulta que fue ella -hablando de deseos cumplidos- quien me envió el paquete.
Puedes quedarte con la herencia, mi querido destino, hoy me siento Rockefeller de todos modos.
Aquellos años idos. Parte 1.
Yo fui un niño muy feliz. Yo fui un niño tan feliz que recuerdo días enteros de mi infancia, de principio a fin, paso a paso y acto por acto y en esos pasos y esos actos recuerdo la simplicidad en la que radicaba la dicha de ser un niño en una época y una ciudad en la que ser niño valía mucho más la pena.
Como algunos de ustedes quizá recuerden, los años mozos de mi vida transcurrieron en una ciudad pequeña, agrícola y costera, al sur de Sonora. En ese viejo punto de la geografia de mis recuerdos dejé una cantidad de alegría incomparable. Tengo nítidos en la memoria los momentos en que fui consciente de estar asistiendo al nacimiento de mis nostalgias. Recuerdo sin lugar a dudas una mañana de junio del '91. La calle de mi casa había sido excavada por potentes bulldozers y se encontraba abierta en una zanja de quizá seis metros de ancho y unos ochenta de largo. Supongo que los mandamases de obras públicas no previeron que llovería de una forma tan caudalosa como terminó lloviendo durante tres días y que su zanja hecha para la reinstalación del sistema de drenaje terminaría convirtiéndose en una espectacular alberca improvisada para los ocho mocosos que componían nuestra pandilla. No sé en que inhóspito rincón se encontraría el diablito del buen juicio de mi madre, pero el asunto es que me dejó que nadara durante horas con mis amigos, chapoteara como loco, me tirara clavados, hiciera guerras de lodo y, en fin, fuera el niño que mi asma bronquial y mi naturaleza más bien enfermiza a veces no me dejaban ser. A media tarde, cuando ya el cuerpo no daba para mucho más, salimos del agua y caminamos tiritando del frío hasta el patio de casa de los Valdéz. Pensábamos secarnos bajo las grandes hojas de los tamarindos, pero nos encontramos con la sorpresa de que Don Alejo, el patriarca, había hecho llenar el patio con toneladas de granos de maíz de sus silos y todo nuestro mundo estaba cubierto de aquellas partículas doradas que se perdían entre los puños, se moldeaban como argamasa, funcionaban como proyectiles y eran, en fin, más que un producto agrícola, el sueño de cualquier infante travieso. Justo en ese momento, enterrándome hasta el cuello en granos de maíz, pensé: "estoy seguro de que me acordaré de esto cuando sea grande". Y hoy me acordé.
Frente a la casa de mi familia había en aquellos años idos una construcción bastante amplia, destinada también a ser una casa, pero detenida en obra negra por, supongo, falta de dinero de los dueños. Las paredes, el techo, los pasillos, todo estaba terminado, pero la construcción no tenía puertas ni ventanas. Era como un gigantesco queso roquefort, y este que escribe, junto con el resto de los pingos de mi calle, jugábamos a ser los ratones que escapaban de un gato imaginario. Jugábamos al 18, corriendo por los pasillos mientras uno de nosotros tenía que alcanzarnos y jalarnos a su equipo, saltábamos por los vanos de las ventanas, dábamos inesperadas vueltas por los corredores, éramos como unos pacman's con shorts y tenis panam. En el patio de esa casa habitaba un viejo sauce, alto como tres pisos y de ramas gruesas y fuertes. Un día entre todos logramos subir una pesada puerta de hierro y colocarla entre las ramas de forma horizontal. Voilá: esa puerta se convirtió en el piso de nuestra primera casita del árbol, la que seguimos construyendo todos los días de un largo verano y que al final terminó siendo la casita perfecta donde urdíamos planes infalibles para cambiar el mundo, vencer a la muerte y ganarles en la cascarita a los de la otra cuadra. Y cada vez que íbamos de noche a la casita del árbol y contábamos historias de miedo iluminados por una vela, yo me sentía dichoso y pensaba: "Cuando crezca, de seguro me voy a acordar de esto". Y hoy me acordé.
Como algunos de ustedes quizá recuerden, los años mozos de mi vida transcurrieron en una ciudad pequeña, agrícola y costera, al sur de Sonora. En ese viejo punto de la geografia de mis recuerdos dejé una cantidad de alegría incomparable. Tengo nítidos en la memoria los momentos en que fui consciente de estar asistiendo al nacimiento de mis nostalgias. Recuerdo sin lugar a dudas una mañana de junio del '91. La calle de mi casa había sido excavada por potentes bulldozers y se encontraba abierta en una zanja de quizá seis metros de ancho y unos ochenta de largo. Supongo que los mandamases de obras públicas no previeron que llovería de una forma tan caudalosa como terminó lloviendo durante tres días y que su zanja hecha para la reinstalación del sistema de drenaje terminaría convirtiéndose en una espectacular alberca improvisada para los ocho mocosos que componían nuestra pandilla. No sé en que inhóspito rincón se encontraría el diablito del buen juicio de mi madre, pero el asunto es que me dejó que nadara durante horas con mis amigos, chapoteara como loco, me tirara clavados, hiciera guerras de lodo y, en fin, fuera el niño que mi asma bronquial y mi naturaleza más bien enfermiza a veces no me dejaban ser. A media tarde, cuando ya el cuerpo no daba para mucho más, salimos del agua y caminamos tiritando del frío hasta el patio de casa de los Valdéz. Pensábamos secarnos bajo las grandes hojas de los tamarindos, pero nos encontramos con la sorpresa de que Don Alejo, el patriarca, había hecho llenar el patio con toneladas de granos de maíz de sus silos y todo nuestro mundo estaba cubierto de aquellas partículas doradas que se perdían entre los puños, se moldeaban como argamasa, funcionaban como proyectiles y eran, en fin, más que un producto agrícola, el sueño de cualquier infante travieso. Justo en ese momento, enterrándome hasta el cuello en granos de maíz, pensé: "estoy seguro de que me acordaré de esto cuando sea grande". Y hoy me acordé.
Frente a la casa de mi familia había en aquellos años idos una construcción bastante amplia, destinada también a ser una casa, pero detenida en obra negra por, supongo, falta de dinero de los dueños. Las paredes, el techo, los pasillos, todo estaba terminado, pero la construcción no tenía puertas ni ventanas. Era como un gigantesco queso roquefort, y este que escribe, junto con el resto de los pingos de mi calle, jugábamos a ser los ratones que escapaban de un gato imaginario. Jugábamos al 18, corriendo por los pasillos mientras uno de nosotros tenía que alcanzarnos y jalarnos a su equipo, saltábamos por los vanos de las ventanas, dábamos inesperadas vueltas por los corredores, éramos como unos pacman's con shorts y tenis panam. En el patio de esa casa habitaba un viejo sauce, alto como tres pisos y de ramas gruesas y fuertes. Un día entre todos logramos subir una pesada puerta de hierro y colocarla entre las ramas de forma horizontal. Voilá: esa puerta se convirtió en el piso de nuestra primera casita del árbol, la que seguimos construyendo todos los días de un largo verano y que al final terminó siendo la casita perfecta donde urdíamos planes infalibles para cambiar el mundo, vencer a la muerte y ganarles en la cascarita a los de la otra cuadra. Y cada vez que íbamos de noche a la casita del árbol y contábamos historias de miedo iluminados por una vela, yo me sentía dichoso y pensaba: "Cuando crezca, de seguro me voy a acordar de esto". Y hoy me acordé.
Update.
Volví a las tres con quince minutos y la bendita dependiente me recibió con la sonrisa más estúpida que pudo esbozar y me salió con que "siempre no" habían vuelto los repartidores de la ruta y que no volverían sino hasta las siete de la tarde, pero sólo para cerrar inventario y blarablá, en realidad no dijo blarablá sino muchas tonterías que no tiene caso reseñar.
Yo, por supuesto, siendo el tipo comprensivo y humano que soy, le hice un reclamo estratosférico por haberme hecho dar dos vueltas dos hasta su sucursal en el meritito casa de chingasatumadre de Hermosillo para decirme dos veces dos que mi famoso sobrecito nomás no estaba y no iba a estar sino hasta mañana que vuelvan a abrir. La mujer, ruborizada y creo que sinceramente arrepentida de su falla, se comprometió a que no volvería a pasar algo así y a tener mi paquete pasara lo que pasara mañana a las ocho a.m. Así que ya veremos si entonces me entero de lo que es y quién lo envía. Esperen noticias.
A menos que en efecto sea la millonaria herencia que imagino, en ese caso no esperen volver a saber jamás de mí, a menos que...
Yo, por supuesto, siendo el tipo comprensivo y humano que soy, le hice un reclamo estratosférico por haberme hecho dar dos vueltas dos hasta su sucursal en el meritito casa de chingasatumadre de Hermosillo para decirme dos veces dos que mi famoso sobrecito nomás no estaba y no iba a estar sino hasta mañana que vuelvan a abrir. La mujer, ruborizada y creo que sinceramente arrepentida de su falla, se comprometió a que no volvería a pasar algo así y a tener mi paquete pasara lo que pasara mañana a las ocho a.m. Así que ya veremos si entonces me entero de lo que es y quién lo envía. Esperen noticias.
A menos que en efecto sea la millonaria herencia que imagino, en ese caso no esperen volver a saber jamás de mí, a menos que...
01 septiembre 2008
I'm intrigued, Mr. Bond
Desperté a las cuatro de la mañana (y el silencio no supo a ti, nunca ha sabido así, el silencio sabe como a piel de durazno con un par de horas fuera del refrigerador, sumergido por algunos segundos en jugo de naranja y masticado aprisa) para no encontrarte. Volví a dormir y desperté de nuevo casi a las once, aburrido por una resaca resultado de algunas León y mucha carne asada y salchichas alemanas, porque sonaba el timbre.
El arquitecto con el que trabajo en un proyecto nuevo vino a mostrarme bocetos y hablar un poco de nuevas oportunidades en el medio editorial. Me dio un recado que encontró en la puerta del departamento: un repartidor de paquetería aprovechó el panfleto de una iglesia cristiana para comunicarme que tenía un paquete a mi nombre y que, en vista de que nomás no pensaba estar presente alguna vez en mi casa, optaría por dejarlo en sus oficinas y esperar a que yo pasara por él.
Fuimos hasta las oficinas tras la charla -provechosa charla- sólo para encontrarnos con la noticia de que los repartidores no habían vuelto de la ruta y por tanto los paquetes no estarían disponibles para su retiro sino hasta las dos de la tarde. No quisieron -o pudieron- darme el nombre del remitente, sólo una compañía: Autobuses de La Piedad.
Sólo estuve en Michoacán una vez, hace cuatro años, y no creo haber olvidado nada. No dejé nostalgias ni recuerdos inacabados en ninguna de las tres ciudades que visité. Me quedé con una imagen fabulosa del lago de Pátzcuaro visto desde lo más alto de la isla de Janitzio, el sabor del pescado blanco con tortillas negras y la charanda con jugo de piña y naranja en ollitas de barro. Pero no dejé ningún amigo o alguien que pudiera pensar en enviarme un paquete. Así que no tengo idea de quién me lo envía, y siendo tan naturalmente curioso como soy, confieso que estoy intrigado y que no he podido concentrarme al 100% en las cosas que he hecho el resto del día porque vienen a mi mente posibilidades que descarto y reconsidero al mismo ritmo con que tomo y recibo llamadas y resuelvo pendientes del día.
Obviamente me encantaría que el paquete fuera de ella, pero ella, como sabemos, no es michoacana. Si lo fuera vendería paletas y aguas frescas. Lo único que sé es que es un sobre y que por lo tanto debe contener:
a) Una carta -que espero sea misteriosa y aterradora.
b) Documentos -que espero me hagan heredero de una fortuna de algún magnate remotamente emparentado conmigo.
c) Tarjetas postales -que no necesitan sobre para enviarse y son, por tanto, una opción estúpida.
d) Dinero en efectivo -el cual espero en billetes no seriados y de baja denominación.
Volveré a las 3 en punto a ver qué pasa con ese paquete. Es divertido, hace mucho tiempo no estaba intrigado.
El arquitecto con el que trabajo en un proyecto nuevo vino a mostrarme bocetos y hablar un poco de nuevas oportunidades en el medio editorial. Me dio un recado que encontró en la puerta del departamento: un repartidor de paquetería aprovechó el panfleto de una iglesia cristiana para comunicarme que tenía un paquete a mi nombre y que, en vista de que nomás no pensaba estar presente alguna vez en mi casa, optaría por dejarlo en sus oficinas y esperar a que yo pasara por él.
Fuimos hasta las oficinas tras la charla -provechosa charla- sólo para encontrarnos con la noticia de que los repartidores no habían vuelto de la ruta y por tanto los paquetes no estarían disponibles para su retiro sino hasta las dos de la tarde. No quisieron -o pudieron- darme el nombre del remitente, sólo una compañía: Autobuses de La Piedad.
Sólo estuve en Michoacán una vez, hace cuatro años, y no creo haber olvidado nada. No dejé nostalgias ni recuerdos inacabados en ninguna de las tres ciudades que visité. Me quedé con una imagen fabulosa del lago de Pátzcuaro visto desde lo más alto de la isla de Janitzio, el sabor del pescado blanco con tortillas negras y la charanda con jugo de piña y naranja en ollitas de barro. Pero no dejé ningún amigo o alguien que pudiera pensar en enviarme un paquete. Así que no tengo idea de quién me lo envía, y siendo tan naturalmente curioso como soy, confieso que estoy intrigado y que no he podido concentrarme al 100% en las cosas que he hecho el resto del día porque vienen a mi mente posibilidades que descarto y reconsidero al mismo ritmo con que tomo y recibo llamadas y resuelvo pendientes del día.
Obviamente me encantaría que el paquete fuera de ella, pero ella, como sabemos, no es michoacana. Si lo fuera vendería paletas y aguas frescas. Lo único que sé es que es un sobre y que por lo tanto debe contener:
a) Una carta -que espero sea misteriosa y aterradora.
b) Documentos -que espero me hagan heredero de una fortuna de algún magnate remotamente emparentado conmigo.
c) Tarjetas postales -que no necesitan sobre para enviarse y son, por tanto, una opción estúpida.
d) Dinero en efectivo -el cual espero en billetes no seriados y de baja denominación.
Volveré a las 3 en punto a ver qué pasa con ese paquete. Es divertido, hace mucho tiempo no estaba intrigado.
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