10 septiembre 2008

Good morning and some froot loops

Levantarme siempre significa enfrentar la perspectiva de a dónde dirigir las horas muertas que me depara la mañana. El haberme hecho nocturno me ha traído -aparejado con todo lo bueno- la funesta consecuencia de no tener un cúmulo de actividades a las cuáles dedicar la mañana. Supuestamente se la dedico a dormir, pero dormir últimamente me inquieta, me hace sentir que pierdo el tiempo en exceso. Por eso le doy al cuerpo las seis horas que recomienda el canon y luego me ruedo en la cama hasta caer al suelo frío para obligarme a despertar, abrir los ojos a la luz muy blanca en la ventana y luego encontrarme en el espejo, siempre un poco más mermado que la mañana anterior.

He comenzado a dejarme una barba de candado. Es una estupidez superficial quizá para compensar el cabello largo que muy probablemente nunca vuelva a tener y que era la única herramienta a la mano a la hora de decidir cambiarme la cara tras un evento parteagüas. Por supuesto no tendrá seguidores esta decisión de llenarme la cara de pelos -nunca los ha tenido- pero la verdad es que no me importa. Ser un tipo "guapo" o simplemente "atractivo" es una cosa que desde hace bastante tiempo ha dejado de ser de interés para este que escribe. No les engaño, soy consciente de que la armonía estética atrae para uno muchos privilegios, pero son privilegios que no me interesa granjearme así.

Hace algunos meses -ya casi un año, diablos- se me formó un hábito carcelario: Rentaba un departamento sin televisión por cable y las horas muertas contemplaba la ciudad por las ventanas mientras ejercitaba los brazos con unas mancuernas que compré para el efecto. Jamás fue una búsqueda por un cuerpo bello, sino apenas una forma no dañina de acortar esos minutos que separaban mis largas mañanas de ocio de mis noches de trabajo. La depresión que me pegó poco después no hizo sino acentuar la furia con la que me entregaba a esas sesiones de ejercicio, supongo que en forma de reprimenda por mi pusilanimidad. El caso es que ayer mientras salía de bañarme me detuve un momento frente al espejo grande de la recámara y fui por primera vez consciente de que en mis 26 años de vida nunca había tenido el cuerpo tan trabajado. Justo ahora que nadie tiene la cotidianeidad de verme desnudo. Habla de ironías, ¿eh, destino hijo de la gran puta?

Pero les decía: levantarme siempre me pone en esta perspectiva. Desde que retomé el hábito de publicar en esta bitácora ya sé que entre 30 minutos y una hora están listos, pero de ahí generalmente el tiempo se lleva mi cuerpo hasta un café donde quizá desayuno y luego intento un cuento lento; enfilo los pasos hacia la tienda de libros y chocolates, camino por las calles del centro, paso largos minutos sin hacer nada distinto de pensar en ideas muy exactas y afiladas que termino desechando por repetitivas.

Hoy, por ejemplo, Fertz me pide que le ayude a cocinar algo elaborado y preferentemente bello para invitar a comer a su novio. Y a mí me encanta cocinar y se los he dicho, pero hoy no tengo ganas. Afuera está muy nublado y yo sólo quisiera estar en la casa de la playa, en una de las hamacas de la terraza, con un libro de Roth -a quien me tengo que acabar antes de que el año termine- y alguna charola de botanas diminutas y deliciosas. Por supuesto no me iré, no me atrevería a regresar para el trabajo, pero buscaré un plan alterno que no se parezca en nada a este pero sí me ayude a recuperar el gusto que yo siempre he tenido por el tiempo libre.

1 comentario:

Char dijo...

¿Qué le pasa al tiempo libre últimamente? Ya no me sabe igual, incluso hasta me estorba.