25 septiembre 2008

Autopista

Si tuviera que llamarlo de alguna manera, lo llamaría Santiago, sin más motivos que el ser ése el primer nombre que se me viene a la memoria y que encuentro difícil uno que tenga menos qué ver con él o con cualquiera cercano a sus malos días. Santiago por decirle de algún modo, y sólo por evitarme el vicio de referirme a él diciendo sencillamente “aquél hombre” o “el tipo del que les hablo”. Por simple economía será de ahora en adelante Santiago y así cada vez que usted lea este nombre sabrá que hablo sin duda del mismo sujeto y no tendrá qué preguntarse más nada que quizá las motivaciones de Santiago para hacer esto o aquello de lo que yo le cuento y que aunque usted no tiene por qué saber, ha demostrado hasta ahora un interés casi malsano por enterarse.
Le decía. Esa tarde Santiago manejaba de regreso a casa por el muy largo y muy soso periférico oriente de la ciudad en la que vivía desde los ocho años. Tenía a la sazón veintisiete, por si a usted le van las cuentas, y el coche que manejaba era suyo y era un ford del noventa y nueve, por si a usted le van la mecánica y el clasismo. La luz del día estaba a punto de dar la última campanada en el horizonte del retrovisor derecho y en los ojos de Santiago se leía un cansancio del alma de esos a los que los atardeceres no hacen sino agravar y si se miraba con atención se veía también el reflejo del tablero y los marcadores en verde que avisaban que el tanque tenía poco menos de la mitad de combustible, la temperatura del motor estaba aceptablemente baja y el cinturón de seguridad iba cautamente colocado sobre su pecho.
Iba pensando, sin profundizar mucho, en el sinfín de casualidades que mientras conducía iban sucediendo a su paso. Cerca de doscientos metros adelante se veían las luces intermitentes de una vieja camioneta que había perdido un neumático. Al pasar junto a ella y ver al conductor –un hombre de unos cuarenta, entrado en kilos y con un grueso bigote negro- caminando hacia el neumático que yacía al lado del asfalto, no pudo evitar pensar que si Sofía no hubiera decidido darle el segundo beso después del primero que él le había rechazado y casi escupido en la cara y él no hubiera tenido más remedio que permanecer inerte mientras los labios muy pequeños de ella apresaban con violencia los suyos, tal vez estaría en ese mismo instante sangrando con el volante ensartado en el costillar, la frente inserta en el cristal del parabrisas y el último pensamiento fijo en el segundo de más o de menos que bien pudo haber usado para no ir a matarse en ese tramo que tan mal le caía. Pero Sofía se había afanado en darle ese beso que él no quiso recibir y luego en darle el segundo que él no quiso corresponder, y cuando Sofía por fin tuvo los tres dedos de frente de cambiarle el beso por una bien sonada bofetada en la mejilla izquierda, Santiago no pudo hacer nada distinto de sonreírle con amargura, abrir la portezuela, subir al coche y arrancar.
Como ya se habrá dado usted cuenta, en el epitafio de Santiago podrían decirse muchas cosas, pero de ningún modo se diría “aquí yace un hombre original” con justicia. No es que los epitafios sean precisamente un honor a la verdad, pero usted me entiende. Tampoco es que de Sofía podamos decir mucho, si al final no son pocas las mujeres que heridas en el amor propio sueltan así nada más la bofetada, confiadas en el viejo principio de que hombre que es hombre no va a regresarle la cortesía, ni tampoco había sido nada nuevo el recurso que había intentado esa tarde en la terracita de la casa de playa de los padres, de quitarse el batín de baño y quedarse sólo con el traje de dos piezas diminutas que apenas y le malcubría los pezones erguidos y el monte de venus cuyo admirable depilado hacía imposible distinguir dos tonos de piel como es usual. No. Sofía tampoco era la más creativa de las mujeres y lo había terminado de demostrar cuando tras derramar las primeras dos lágrimas compungió el gesto en un puchero y se metió corriendo a su casa.

2 comentarios:

Char dijo...

Interés malsano, siempre me ha gustado esa frace, creo que como soy curiosa y metiche es algo con lo que me identifico, además malsano es una palabra en desuso, tiene un aire vintage, jajaja

Anónimo dijo...

Me gustan ese tipo de finales, en los que no te dicen todo e infieres varias cosas.