Yo fui un niño muy feliz. Yo fui un niño tan feliz que recuerdo días enteros de mi infancia, de principio a fin, paso a paso y acto por acto y en esos pasos y esos actos recuerdo la simplicidad en la que radicaba la dicha de ser un niño en una época y una ciudad en la que ser niño valía mucho más la pena.
Como algunos de ustedes quizá recuerden, los años mozos de mi vida transcurrieron en una ciudad pequeña, agrícola y costera, al sur de Sonora. En ese viejo punto de la geografia de mis recuerdos dejé una cantidad de alegría incomparable. Tengo nítidos en la memoria los momentos en que fui consciente de estar asistiendo al nacimiento de mis nostalgias. Recuerdo sin lugar a dudas una mañana de junio del '91. La calle de mi casa había sido excavada por potentes bulldozers y se encontraba abierta en una zanja de quizá seis metros de ancho y unos ochenta de largo. Supongo que los mandamases de obras públicas no previeron que llovería de una forma tan caudalosa como terminó lloviendo durante tres días y que su zanja hecha para la reinstalación del sistema de drenaje terminaría convirtiéndose en una espectacular alberca improvisada para los ocho mocosos que componían nuestra pandilla. No sé en que inhóspito rincón se encontraría el diablito del buen juicio de mi madre, pero el asunto es que me dejó que nadara durante horas con mis amigos, chapoteara como loco, me tirara clavados, hiciera guerras de lodo y, en fin, fuera el niño que mi asma bronquial y mi naturaleza más bien enfermiza a veces no me dejaban ser. A media tarde, cuando ya el cuerpo no daba para mucho más, salimos del agua y caminamos tiritando del frío hasta el patio de casa de los Valdéz. Pensábamos secarnos bajo las grandes hojas de los tamarindos, pero nos encontramos con la sorpresa de que Don Alejo, el patriarca, había hecho llenar el patio con toneladas de granos de maíz de sus silos y todo nuestro mundo estaba cubierto de aquellas partículas doradas que se perdían entre los puños, se moldeaban como argamasa, funcionaban como proyectiles y eran, en fin, más que un producto agrícola, el sueño de cualquier infante travieso. Justo en ese momento, enterrándome hasta el cuello en granos de maíz, pensé: "estoy seguro de que me acordaré de esto cuando sea grande". Y hoy me acordé.
Frente a la casa de mi familia había en aquellos años idos una construcción bastante amplia, destinada también a ser una casa, pero detenida en obra negra por, supongo, falta de dinero de los dueños. Las paredes, el techo, los pasillos, todo estaba terminado, pero la construcción no tenía puertas ni ventanas. Era como un gigantesco queso roquefort, y este que escribe, junto con el resto de los pingos de mi calle, jugábamos a ser los ratones que escapaban de un gato imaginario. Jugábamos al 18, corriendo por los pasillos mientras uno de nosotros tenía que alcanzarnos y jalarnos a su equipo, saltábamos por los vanos de las ventanas, dábamos inesperadas vueltas por los corredores, éramos como unos pacman's con shorts y tenis panam. En el patio de esa casa habitaba un viejo sauce, alto como tres pisos y de ramas gruesas y fuertes. Un día entre todos logramos subir una pesada puerta de hierro y colocarla entre las ramas de forma horizontal. Voilá: esa puerta se convirtió en el piso de nuestra primera casita del árbol, la que seguimos construyendo todos los días de un largo verano y que al final terminó siendo la casita perfecta donde urdíamos planes infalibles para cambiar el mundo, vencer a la muerte y ganarles en la cascarita a los de la otra cuadra. Y cada vez que íbamos de noche a la casita del árbol y contábamos historias de miedo iluminados por una vela, yo me sentía dichoso y pensaba: "Cuando crezca, de seguro me voy a acordar de esto". Y hoy me acordé.
2 comentarios:
Cuando leo o me cuentan historias de infancias felices trepadas en los árboles, irremediablemente me pregunto ¿y dónde quedó la mía? Tal vez mi madre tenga razón y yo nunca fuí niña... A veces quisiera haber tenido infancia y amigos para jugar a las correteadas.
Según un rápido sondeo entre mis contactos, "las correteadas" se volvieron un juego más interesante después de la adolescencia.
Pero entiendo lo que quisiste decir!
Un abrazo, Miss Charlotte.
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