De tal modo que Santiago, de quien ya hemos dicho que no pugnaba por salir del molde, conducía a noventa kilómetros por hora y escuchaba una canción aleatoriamente elegida por el sistema de reproducción del ford entre las mil seiscientas veinticinco que le permitía su capacidad de almacenaje. A Santiago le gustaba saber –y lo pensó en ese momento- que mil seiscientas veinticinco canciones era la capacidad real de almacenaje de su equipo de reproducción y que por eso, cuando elegía la opción de selección aleatoria, cada vez que terminaba una pieza él tenía una probabilidad de uno sobre mil seiscientos veinticuatro de acertar a la siguiente, aunque nunca había acertado. Santiago era una de esas personas de las que hace un rato le comentaba que les van las cuentas, y también tenía un poco de mala suerte en lo que a nimiedades se refiere.
La ciudad a la distancia era simétrica y rectilínea y sus colores arbitrariamente mezclados la hacían parecer un collage de infantes. A Santiago le gustaba verla de noche, en las contadas ocasiones en que volvía de dejar a Sofía tras haber ido al cine o al café de artistas donde hablaban por horas de la relación que no tenían ni podían tener, porque le gustaba cómo las pequeñas esferas naranja de miles de luces encendidas asemejaban insectos abrevando de una colmena unidimensional. Quizá esta manía le quedaba de la infancia en casa de los abuelos, aquel patio lodoso de un pasado remoto en donde los primos mayores le habían llevado muchas veces a cazar luciérnagas en cajas de cerillos. Santiago no podía recordarlo y mucho menos saberlo con certeza, pero aquella había sido para él la única edad feliz. Sin embargo ahora no era de noche, sino apenas de una tarde agonizante y el trayecto, aunque se le antojaba en ese momento eterno, no le daría más de diez minutos, muchos menos de los necesarios para que anocheciera.
Sofía, mientras tanto, lloraba con la cara contra la tela de la almohada, sin pensar que las manchas del rímel eran difíciles de quitar y pensaba, no sin un rencor tan malsano como el interés de usted por seguirse enterando de todo, que Santiago lloraba también tras el volante del ford y que las lágrimas no lo dejarían conducir sano y salvo hasta casa, sino que quizá le harían volcarse y morir en un revoltijo de hierros y sangre, pensando en ella. O, mejor aún, que en ese mismo momento Santiago manejaba de regreso a ella, al beso que había rechazado por imbécil pero que deseaba tanto como bien lo sabía, a fin de cuentas no era el primero que le daba y Dios era testigo de la arritmia inoportuna que aquellos besos solían provocarle y de lo suave y lo tierno que le aprisionaba los labios y la miraba a los ojos un segundo antes de separarse de ella. Sofía era, además de predecible, muy ingenua.
A Santiago, por supuesto, no le molestaba que Sofía fuera ingenua. Más allá, ese rasgo de Sofía había sido factor importante para que Santiago le dedicara dos años de su existencia a la insidiosa tarea de descifrarla con una precisión y una minuciosidad de relojero y luego a ponerle pequeñas y estratégicas trampas en las contadas noches en que ella le concedía citas breves y rigurosamente calendarizadas, hasta que un día se despertó con la certeza de que ya Sofía estaba perdida en el terreno pantanoso del amor adolescente.
Ella, cosa lógica, jamás se dio cuenta de que el muchacho con el que se divertía jugando al peligroso arte de seducir sin ceder ni un ápice de la intimidad que ya deseaba, también se estaba divirtiendo. Al contrario, el mayor de los placeres de aquella desviación riesgosa lo encontraba en los arranques de rabia que de pronto él le hacía públicos y en los que siempre e irrevocablemente terminaba mandándola al demonio sólo para llamarla al día siguiente y pedirle sin resquemores la siguiente cita, la nueva oportunidad
Los padres de Sofía, y particularmente el Doctor Guerrero, veían con buenos ojos al muchacho serio y casi demasiado formal que llegaba a su casa los viernes por la tarde, caminaba los doce pasos del jardincito a la puerta principal y tocaba tres veces con los nudillos en la madera. Santiago sabía que el interruptor del timbre estaba justo al lado, pero la sensación de los huesos chocando contra la sólida puerta ornamentada le regresaba la sensibilidad de las manos entumecidas por los nervios. Y es que Sofía lo aterrorizaba desde el día que la conoció, y ese temor reverencial tardó casi un año en desaparecer completamente, mucho más de lo que había tardado en conseguir de ella un beso y alguna que otra caricia más profunda. Lo aterrorizaba por la frialdad con la que sabía verlo a los ojos con sus pupilas casi violetas y con la que sabía decir las palabras más afiladas y glaciales con un tono tan neutro de la voz que Santiago no sabía si llorar o correr.
1 comentario:
Huy! Esos amores son los peores, me parece que es verdaderamente intoxicante el duo: me atrae y me da miedo, debe ser la adrenalina, así como cuando ves una película de terror sabiendo que te vas a asustar pero ahí sigues... La mente humana estaaaaan extraña...
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