No sé si de verdad pensabas engañarme esas contadas noches en las que me pedías que te llevara a tu casa y no al motel como solían terminar nuestras estúpidas citas. Sí sé que nosotros nos engañábamos pensando que esas noches de sudar y jadear y revolcarnos hasta el agotamiento eran la consecuencia natural de nuestra patética relación, cuando en realidad eran el único motivo. Nadie más que nosotros y ni siquiera nosotros mismos nos tragábamos el cuento de que aquellas tardes en el cine, las largas horas jugando al billar con otros dos o tres amigos era nuestra relación. No. Nosotros sólo éramos nosotros desnudos, uno sobre el otro, debajo, detrás o a un lado del otro, siempre mordiendo, besando, rasgando y lacerando, contemplándonos largamente en los espejos del techo. ¿De verdad creías que yo no me daba cuenta que te embelesabas mirando tu cuerpo? No veías a la pareja que tenía un sexo pletórico de orgasmos, sino a la rubia voluptuosa que te revelaba el espejo. Yo sé que pensabas en lo bella que eras, en lo exquisitamente bien formado de tus piernas, en lo pesado de tus pechos y lo redondo de tus nalgas. Eras, como siempre, una perra egoísta. Una perra egoísta que cogía como nadie, eso te lo concedo, pero de nada me servía tu maravilloso don de hacerme sentir protagonista de cuanto filme pornográfico me había llegado a los ojos si al final me quedaba la impresión de que te venías pensando en lo rica que estabas y no en lo duro de mis embestidas o lo caliente de mis besos.
Te lo aclaro ahora por si alguna vez te concediste el beneficio de la duda: nunca creí que fuera porque ese día no tenías ganas o porque pensabas que nuestra relación necesitaba de largas charlas y momentos especiales para ser un noviazgo. Nunca quisiste jugar a los noviecitos y lo sabías tan bien como yo. ¿De que otro modo me explicas que tras las primeras seis veces de habernos dejado mutuamente en calidad de lastre en la suite cuarenta y ocho del Mar y Tierra te hubieras animado a confesarme que no solo tenías un novio formal sino que además pensabas casarte en algunos meses? Te confieso que sentí una ternura sin límites de que te comieras mi cara de compunción, mi gesto contrito, mis ojos acuosos al reclamarte que me lo hubieras ocultado. Te confieso también que sufrí lo indecible para no reír en tu cara de la preocupación que me mostrabas cada una de las noches siguientes, cuando yo volvía invariablemente a pedirte que lo cambiaras por mí y te ofrecía todas las arenas del océano. Te veías tan linda confundida, pensando seriamente en cuánto te convenía la vida con aquel pobre mequetrefe y cuánto ibas a extrañas las noches conmigo en esa cama, la misma cama y el mismo espejo y la misma ducha y la misma maldita alfombra donde te hacía que aullaras como gata todas las madrugadas. Me gritabas Mi amor, ¿te acuerdas? Mi amor. Nunca gritaste mi nombre, ni una sola vez. Mi amor, Mi amor, decías y yo sabía que no estabas bromeando, era tu amor, te volvía loca el saber que yo realmente no te quería, que no te iba a querer nunca porque los dos entramos al juego sabiendo tú que yo era un desalmado y yo que tú eras una golfa. Entre gitanos no se ve la suerte.
Tristemente para ti, las golfas no son inmunes al amor. Detrás de tu facilismo erótico, de tu ninfomanía mal disfrazada de ansiedad afectiva, había una mujer proclive a los deslices y yo te resulté demasiado difícil de sortear. Yo sabía que me veías, siempre. Cada cosa que hacía en los momentos en que estabas presente era cuidadosamente vigilada por tus ojos amarillos bajo el fleco perfectamente recto que trazaba tu cabello en la frente. Y yo lo sabía, como casi todos los que te conocieron en esos meses. ¿Cómo demonios no te diste cuenta de que se reían de ti cuando decías que te tenía harta mi acoso? ¿Con quién querías jugar? Todos notaban que yo veía tus pechos tras el escote y tus caderas apretadas por los pantalones de dril con la misma atención de un comensal en un bufete. Tenías un cuerpo lindo, aún lo tienes, pero de eso a que yo te dirigiera la palabra con intenciones distintas de desnudarte había un abismo.
Aquella vez en el café, cuando hablábamos de él y de mí y tú hacías un hincapié constante a la seguridad que te daba tu próximo matrimonio, y te referías sin siquiera darte cuenta a tu ya demasiado obvia intención de vivir a su costa el resto de tus años, me dabas una pena enorme. Quiero decir: siempre supe que eras simple, pero saber que además de simple eras tan tremendamente predecible me rompió el corazón. Esa noche ni siquiera pude hacer que pasaras del tercer orgasmo. Habías dejado de ser divertida. Al quitarte el halo de misterio de la maldita zorra que se acostaba con quien le viniera en gana, te volviste la pobre putita sentimental que incluso me tomaba de la mano y lagrimeaba despacito, susurrándome te amos y diciéndome que me ibas a extrañar y ofreciéndome –eras, mujer, el colmo- los fines de semana que él estuviera fuera para desahogarnos mutuamente de las voracidades que sin duda se te irían sedimentando en las venas con aquel pobre pelmazo al que yo imaginaba un pésimo amante y casi seguro un eyaculador precoz. No sé cómo, dios mío, no te di ahí mismo un par de buenas cachetadas. Bien que te hubieran hecho.
Te gustaba jugar a que tú eras una loba y yo un niño bueno. Y eso hubiera estado muy bien si no hubieras perdido de vista que era eso: un juego. Cuando perdiste el hilo y empezaste a creer que de verdad eras la loba y yo de verdad era el pobre inocente al que podías manipular fue que perdiste el norte. Te sentabas a mi lado mientras veíamos cine francés y me acariciabas muy despacio la piel de los brazos. Yo sentía tus dedos pequeñísimos buscándome la piel entre la tela y sentía cómo se contraían en una garra que no se cansaba de calibrar la potencia de mis músculos. Te excitaba voltear a ver mi rostro, el brillo azul que reflejaban mis lentes de lectura, el negro absoluto de mi cabello contrastando con mi piel palidecida por la enorme proyección y mi mirada absorta mientras tus manos palpaban mis brazos y mi abdomen tenso. Yo sabía que estabas acostumbrada a una barriguita fofa y unos músculos lánguidos abrazándote sin pena ni gloria y que el sentirte levantada en vilo, ver la larga desnudez de tu cuerpo mecida por mis brazos en el aire mientras te penetraba de pie, simple y sencillamente te apagaba el cerebro. Gritabas blasfemias que ni siquiera creo que recuerdes y llorabas de placer. Llorabas. En tu mente estabas corrompiendo al muchachito estudioso cuyos tartamudeos te daban risa, al jovencito serio que no probaba el licor y despertaba todos los días a las siete para que le alcanzara el tiempo para la facultad y dos trabajos. Eso es lo que realmente te mataba, el creer que tú me estabas usando a mí. ¿Crees que no era capaz de oler a través del medio metro que nos separaba cómo se te empapaban las bragas cuando te besaba los hombros desnudos frente a docenas de personas en el viejo cine de Reforma?
Cuando por fin te fuiste con él me dio mucho gusto. Habías ido en tu cabeza de chef a sobrecargo, de sobrecargo a empleada bancaria, de empleada bancaria a pintora profesional y de pintora profesional a sobrecargo sin haber tenido la decencia de terminar la preparatoria. Esperé de todo corazón que la vida con un hombre centrado te ayudara a encontrarle un motivo firme a tu navegar por la vida. No volví a tener noticias tuyas hasta mucho tiempo después, y de la forma menos esperada. Recibir tu carta me puso inmensamente triste porque bastó ver tu nombre en el remitente para saber lo que decías. No eras feliz. Él viajaba mucho, te lo daba todo y no eras feliz. Habías conocido Bruselas y Marrakech, Canberra y Tokio, habías cebado mate en Montevideo y bebido pisco en Lima, habías fumado mota en Ámsterdam y comido gazpacho en Barcelona, te habías hecho tatuar en Florida –un hada pequeña en el tobillo, dijiste- y no eras feliz. Yo malvivía de escribir nota roja en dos diarios distintos y editoriales con nombres inventados y había bajado un par de kilos por la canícula inclemente del verano del norte, pero por aquellos días había empezado a llover con frecuencia sobre la terracita de flores de mi departamento y acababa de hacerle el amor por segunda vez a tu hermana menor, que tenía tu misma vocación amatoria con un poco más de carácter, así que me consideraba un hombre afortunado. El saber que regresabas me hizo reconsiderar.
Lo más ridículo es que haya sido tu hermana la que propició nuestro encuentro. Estaba desnuda en el sofá con el cabello rizado suelto derramándose sobre la alfombra cuando me dijo que hacía cuatro días que estabas en la ciudad. “Quiere verte” dijo “Quiere hablar contigo”. Me esforcé todo lo humanamente posible en recordar cuándo habías hablado conmigo de cualquier cosa distinta de acordar una hora y un lugar donde vernos y sólo pude recordar la vez del café, cuando tus ojos me suplicaban el Te amo que ya sabías que no ibas a oír y me dio risa pensar en todos los Te lo dije que hubiera podido propinarte si fuera un poco más sádico y un poco menos aguafiestas. “No me importa lo que pase entre ustedes” dijo ella todavía “Al fin y al cabo ella llegó primero”. Y yo volví a pensar que ella tenía todos tus dones pero había olvidado tus defectos. Practicaba el desapego y a mí me dio vértigo pensar que con un poco de esfuerzo podía llegar a quererla.
Supongo que eso es todo lo que ha sucedido hasta ahora. Como sabes bebiste conmigo dos botellas de Lambrusco y luego usaste como pretexto los humores del vino para aplicar tu truco favorito de quitarte los zapatos y acariciarme las piernas con los pies desnudos, de atisbar desde abajo de tu fleco –ahora un poco más rubio- con los ojos amarillos de siempre a los míos, tratando de decirme las cosas que nunca necesitaste decirme porque yo sé que tan sólo había que estirar el brazo para que vinieras a mí y te desnudaras prácticamente sola y te recostaras a mi lado ofreciéndome la espalda, mostrándome que en tu ausencia te habías torneado más la silueta y te habías bronceado quizá en Costa Azul o en Cabo o en el Rhin y que tan pronto sintieras mis labios en el cuello, subiendo hacia tu rostro, comenzarías a susurrar muy despacito Mi amor, Mi amor y a buscar apoyarte en mi cuerpo y sentir la tensión del miembro presionándote la entrepierna antes de empezar a gemir, ya conmigo dentro y empezar a decir Mi amor, Mi amor más fuerte, imagino que con la misma voz con la que se lo dices a él, con el mismo tono, quizá hasta con la misma sinceridad. Por eso mejor te llevé a tu casa, estacioné en la callecita y te di un beso leve en la mejilla, te dije Buenas noches y luego te vi caminar despacio hacia la puerta, pensando en lo bueno que sería que yo fuera un poco más sádico y un poco menos aguafiestas. Pero no voy a cambiar por una golfa cualquiera como tú, ni –¿a quién engaño?- por nadie más.
3 comentarios:
jajaja hiciste que me acordara de una vez que desperté y lo primero que ví fue mi reflejo en un espejo de techo, estem...
Bueno, nada más se dice: "entre gitanos no se lee la suerte" y no "se ve la suerte".
Sí, de hecho el proverbio real es: "Entre gitanos no se lee la mano", pero a mí en realidad me va más la adivinación del porvenir, y estarás de acuerdo en que no "se lee" sino que "se ve", como tráiler de película venidera. Al menos así me lo imagino. Y sí me atuviera a las frases tal como son no tendría caso que escribiera, me gusta tergiversar.
Ficción o realidad? jaja eso es lo bueno de ser escritor, me gustó, intenso.
Tenía rato sin dejar mensaje, pero sí había estado leyendo ek blog, sólo que con eso de andar alngareando internet no me da tiempo de postear.
Salud ;D
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