Mañana a esta hora muy probablemente comenzaré a fumar. Imagino que una enfermera apresurada y de malhumor contestará a mis alteradas preguntas con monosílabos antes de desaparecer por pasillos iluminados y olorosos a cloro y medicina, que decenas de doctores ni siquiera darán una respuesta a mis continuas imprecaciones por información de la labor de parto, que los continuos viajes a Macondo que estaré haciendo estarán contaminados de una dolorosa ansiedad y una oscura sensación en el vientre y que, si, a eso de las dos de la tarde no resistiré más y me iré a caminar por ahí fumando un cigarrillo con la poca técnica que alguna vez tuve, cumpliendo así con un cliché más en la corta y accidentada vida que he cumplimentado hasta este momento.
Puedo visualizar también los rostros de las personas que irán llegando, los buenos compas, la familia de ella, la plática irrelevante con otro próximo padre al que nunca he visto o volveré a ver y en la que intercambiaremos temores y espaldarazos.
Luego imagino, difusa, borrosa, ambiguamente el momento perfecto en el que me pondrán en los brazos a Angelito, sus ojos cerrados, los labios apenas entreabiertos por instinto, las manos buscándose el rostro, y el instante en que ambos nos percibiremos uno en el otro. Ese momento sublime en que pueda acercármelo al pecho y pensar: Este es mi hijo.
La vida, compadres, es una maravilla.
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