07 octubre 2004

Humanum est

Cuenta mi jefa -que por cierto es más chida que las de ustedes- que cuando era yo un mozalbete de escasos tres años, me perdí en la playa. Bueno, ME PERDÍ es una forma de decirlo, en realidad los que me perdieron fueron ellos, yo sabía bien dónde estaba. Estaba en la playa.
La cosa estuvo así: Corría la semana santa de 1985; la cálida arena de Huatabampito era suavemente lamida por las olas suaves y frescas del mar; las aguamalas se tostaban al sol y las mantarrayas aguardaban con paciencia a los próximos ilusos que se metieran descalzos entre las algas para meterles una buena dosis de toxinas hasta lo más hondo de su ser. Este servidor, por aquellos entonces en la plenitud de su i.q. dada la inexistente ingesta de productos con fuerte índice de neurocidio, estaba de vacaciones con sus señores padres y hermana mayor, de ocho años a la sazón. Dice mi señora jefa que fue la quemadura de una aguamala en la pierna de mi hermana lo que la distrajo del cuidado pródigo que solía darme y que en la cosa de medio minuto en que me quitó la vista ya había yo desaparecido en el tumultuoso balneario que se volvió de pronto a los ojos de mi jefa una colosal jauría de hienas en trance de alimentarse de su hijo el menor. Huelga reseñar la nervia demencial que se apoderó de sus modestos 55 kilos de cuerpo al darse cuenta del repentino déficit en el inventario familiar y la consecuente organización estilo AFI para el grupo de rescate que habría de volverme a sus brazos: Mi señor jefe (gold team) se encargaría de realizar una pesquisa con ojo avizor en el sector poniente de la zona costera; Mi hermana (blue team) haría lo propio en el sector oriente, y mi jefatura (halcón uno) gritaría y chillaría en forma por demás histérica hasta que alguien le regresara al pequeño vástago errante.
Los minutos pasaron en forma lenta, desgarradoramente lenta. Mi jefecito caminaba preguntando a toda la gente si habían visto a un niño particularmente bien parecido con shorts rojos caminando por ahí, recibiendo en su mayoría descorazonadoras negativas, pero encontrando ciertos asentimientos, lo cual, aunque escaso, mantenía la energía fluyéndole en los niveles adecuados. La versión popular es de que, cuarenta y cinco minutos después (el margen de error es de +-5min) la atronadora voz de un vendedor ambulante de cocos dominó el ámbito atestado de bañistas con su "Coooooocos helaaaados. Lleeeeeve sus cooooocos helados". Se dice también, yo no me acuerdo, que sentado en la portezuela de la camioneta, contemplando al sinfín de personas que llenaban la playa con sus semidesnudas humanidades, mi pequeño cuerpo de menos de un metro pendía con gracia del espejo lateral.
Gritos, dicha, llanto de mi jefa. Alegría, regocijo, sendos agradecimientos al vendedor de cocos, que compadeciéndose de mi obvia separación del seno familiar me había llevado por cientos de metros buscando a mis progenitores (vale decir que a pesar de todo esto, mis jefes no quisieron comprarme un coco; y vale decir también que hasta la fecha detesto el sabor de dicho fruto).
Lo verdaderamente nuclear de todo este asunto fue que, mientras mi madre me abrazaba, me preguntó, con los labios y lengua salados por las lágrimas la causa de mi huída y posterior extravío, y la respuesta, tan simple que proferí:
"Es que quería ver en dónde terminaba el mar"
O sea que siempre he sido mamila, ni modo.

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